Los católicos (progresistas y conservadores) ante la política de la igualdad
En el debate público actual, una idea generalizada es que las voces de los actores religiosos se enmarcan necesariamente en una agenda conservadora. Ello desdibuja la complejidad y diversidad de pensamientos e ideologías en el mundo religioso.
Si bien es evidente el avance del conservadurismo en el país, con actores visibles en la esfera social y política -tradicionalmente los grupos católicos, y los evangélicos desde su irrupción política en 1990- existen, por otro lado, movimientos que desde un pensamiento y experiencia católica se han inclinado por defender aspectos relevantes de la vida social: los derechos sexuales y reproductivos, la igualdad de género, la defensa del medio ambiente, los derechos de los pueblos originarios, etc.
Estos actores católicos con agenda progresista tienen aún poca capacidad de convocatoria y agencia y su participación en la esfera pública no se enmarca en un solo frente sólido, lo que termina por debilitar sus objetivos y su agenda a favor de un Estado laico. En general, los esfuerzos de los actores católicos progresistas por reivindicar derechos constitutivos del ser humano, aún son limitados. No obstante, actores ligados al progresismo católico -el cardenal Manuel Barreto, por ejemplo, o el excongresista Marco Arana, por citar un par- han tenido relevancia y visibilidad, aunque solo cuando el debate público por temas ligados a derechos humanos llegó a circunstancias críticas.
Por el contrario, los actores religiosos conservadores han tenido relativo éxito al posicionarse en la esfera política y pública, debido a una serie de elementos a tener en cuenta: se han colocado en las tiendas políticas como agentes funcionales en las jerarquías de los movimientos partidarios; han sabido manejar las negociaciones de poder en la escena nacional; han logrado naturalizar su discurso religioso conservador para interpelar políticas públicas; tienen detrás a instituciones religiosas con arraigo social e identificación con la propia vida de sus miembros; además, y sustancialmente, han realizado un trabajo político con un feedback potente y eficiente dentro la misma masa católica conservadora.
Este copamiento conservador de la escena política nacional determina en buena medida que grupos y actores católicos progresistas sean invisibilizados, o peor, incluidos en un solo bolsón conservador. En el mejor de los casos, estos católicos son vistos con recelo por aquellos colectivos que luchan, desde una mirada estrictamente laica, por los derechos y la igualdad de las diversas minorías en el país. Esta desconfianza es comprensible en la tradición de reivindicación de derechos igualitarios y diversidades sexuales; para superarla, es necesario tomar en cuenta las particularidades de las prácticas comunicativas y la heterogeneidad en la constitución de los grupos religiosos.
La religión católica es eminentemente textual: se rige y se sustenta en la biblia. Los católicos conservadores se ciñen a ella en la resolución de su vida diaria, manteniéndola como el canon que delinea sus prácticas en todos los ámbitos en que se desenvuelven. Un ejemplo -hilarante y preocupante a la vez- es aquello de que la sexualidad solo sirve para procrear, precepto sostenido por los católicos conservadores.
Los católicos progresistas también atienden a las escrituras bíblicas como referente para el abordaje de diversas problemáticas humanas. Es un elemento indiscutible de su religiosidad, y su lectura, cuando es flexible y proclive a articularse con otras que alienten una nueva forma de comunicar, busca generar empatía con lo heterogéneo. Ahora, como toda religión de texto, alejarse de los significados rigurosamente instituidos contraviene a su característica primordial; al dar paso a interpretaciones particulares, se transforma en una escritura más entre muchas.
Si tanto católicos conservadores como progresistas mantienen como sustento de su religiosidad a la biblia; en lo que difieren es en los modos de comunicar sus creencias y de entender la vida. Los católicos progresistas han incluido en su lenguaje político la reivindicación de derechos desde su mirada y su experiencia religiosa. Mantienen un hilo conductor con lo que la realidad social y la vida tienen en común: ser heterogéneas y diversas. Desde ese entendimiento de lo católico progresista se puede abrir el camino para comprender que, así como no todo izquierdista es terrorista, no todo católico progresista es un conservador. Quizá lo sea en su definición de la vida como experiencia religiosa, pero es importante reconocer a quienes a la vez admiten en su lenguaje la diversidad y la necesidad de ampliar derechos.
En una sociedad democrática, cuando se han conquistado derechos, se espera que estos se mantengan en un flujo narrativo donde prime el sentido de igualdad y que ello se amplíe cada vez. Restringir en vez de ampliar derechos fundamentales a hombres y mujeres -es lo que plantea la agenda conservadora- es socavar lo que se cree consolidado como piso de igualdad para el conjunto de los miembros de la sociedad. En la actualidad, con el avance del conservadurismo en la escena pública, desmarcarse de ciertas premisas de la religión como práctica social parece más sencillo que buscar un modo empático de articularlas. Pero esta articulación es más que necesaria. La defensa de un Estado laico real y sostenido requiere, para enfrentar la agenda católica conservadora que restringe derechos y proyecta en todo su unilateral lectura bíblica, buscar espacios de articulación también con sectores confesionales, dentro de una red mayor ligada a la diversidad de derechos humanos.
Aquí es donde aparece la necesidad de reconocer al progresismo católico. Y de que este sector supere una de sus principales limitaciones actuales: la articulación entre identidad teológica y acción política, que es algo en lo que sí es fuerte su contraparte conservadora: en sostener una pedagogía que reconfigura constantemente la mirada y experiencia religiosa a partir de la realidad política y social.
Si para los actores católicos conservadores la ampliación de derechos y la diversidad son aspectos a combatir y contra los que hay que agruparse más allá de las tendencias y afinidades, para los actores católicos progresistas, muchas veces, son banderas enarboladas con reparos y segmentaciones. Una pedagogía teológica debiera incidir justo ello: hacer sentir que, más allá de la variante de su raigambre católica, lo que es necesario defender es una nueva lectura y defensa de los derechos humanos, la diversidad y la igualdad. La religiosidad como experiencia y práctica puede y debe articular la defensa de lo justo e igualitario, en contraposición a la unilateralidad del conservadurismo católico; todo ello puede perfectamente encontrar su punto de empatía y convergencia con las redes de movimientos de defensa de los derechos humanos estrictamente laicos.