Estado laico y cuerpo republicano
Una de las características del Estado moderno en el mundo occidental es su condición de laico, donde iglesia y Estado se separan. Heredamos el sistema republicano de Europa, sin embargo, las determinaciones del estado laico no han sido lo mismo aquí que allá.
La historia de Latinoamérica es en muchos aspectos común a varios países. Todos ellos, con una población originaria, sojuzgada por conquistadores de credo católico y por ende, evangelizada por premio o castigo, si aspiraba a ser considerada “humana”. Todos ellos católicos, y hasta el siglo XX cerrados a cualquier otra religión. La guerra de religiones que vivió Europa, por ende, fue un episodio histórico ausente de nuestro pasado latinoamericano. La guerra de religiones allá, fue una guerra entre iguales por su derecho individual a la libertad de credo. La diversidad cultural de los pueblos originarios fue subsumida bajo una sola cosmovisión, la católica. La tolerancia hacia otras religiones occidentales, sólo fue posible en 1933. El conjunto de “espiritualidades”, o “cosmovisiones” originarias sobrevivió gracias al sincretismo, sin hacerse equiparables ni recibir los privilegios que luego la ley de libertad religiosa de 2010 concedería a las religiones. 1.
El Estado republicano nunca pudo prevalecer sobre el dominio territorial administrativo que tenía la iglesia católica, de allí que ésta terminara consagrándose como la institución de mayor cohesión social en el país, moderadora de los conflictos sociales. El primer Código Civil peruano, de 1852, derivaba el capítulo matrimonial a las reglas canónicas. Hasta 1897, no hubo posibilidad de que quien no fuere católico contrajera nupcias en Perú. Pese a haber sido propuesto para el Código Civil por Vidaurre hacia 1834, el matrimonio civil fue recién adoptado casi cien años después, en 1930, al ser derrocado Leguía, quien lo mantuvo bajo veto durante los once años de su gobierno en estrecha relación con la iglesia católica. Los cementerios hasta 1888 seguían bajo potestad católica, prohibiéndose los entierros de quienes no profesaban esa fe y asignándoseles un cementerio laico, lugar de “excluidos sociales” por haber muerto en pecado, acusados de los delitos más infames. A la larga, ésta sería una gran metáfora social de quienes quedaban fuera o dentro de la república por obra de Dios.
El servinakuy o matrimonio a prueba, que sobrevivía pese a su persecución como una forma nativa de concubinato, continuó sin ser reconocido hasta la Constitución de 1979, la misma que por fin otorgó el sufragio universal sin exclusiones. El prejuicio moral occidental hacia la convivencia fuera del matrimonio religioso —“que alentaría bajas pasiones”—, se extendía también para vetar el matrimonio civil. La reciente sentencia del Tribunal Constitucional sobre reconocimiento familiar al matrimonio entre cónyuges del mismo sexo, nos da la ocasión para comentar cómo va la disputa sobre el carácter laico y la familia. Recientemente, en noviembre de 2020, el TC emitió la sentencia 01739-2018 negando el reconocimiento del matrimonio de Oscar Ugarteche y Fidel Aroche realizado en México. Los fundamentos del voto singular de la magistrada Ledesma y el magistrado Ramos, a favor del matrimonio del mismo sexo, delimitaron aquello que consideraban materia del Estado y lo que correspondía a la libertad religiosa.
Según los magistrados, alguien que por su religión considerara que hay un determinismo natural para el matrimonio civil -el hecho de ser hombre y mujer- “no puede pretender imponer coactivamente dicha perspectiva naturalista a terceras personas. Si lo hiciera estaría tratando a tales personas no como sujetos de Derecho, sino como objetos de creencias ajenas...”. Para ellos, el art. 50 de la Constitución reconocía la laicidad del Estado 2 y la confesión religiosa se restringía al plano personal mientras que la dignidad humana era el contenido de la ética pública.
El magistrado Espinoza-Saldaña, también a favor del reconocimiento, aludió en sus argumentos a que el principio de igualdad de todos los seres humanos pasaba por encima de las diferencias culturales que los matrimonios pudieran tener,3 es decir, apeló a un valor universal republicano. Y es que la laicidad responde también a un proceso de secularización de la sociedad donde ésta ha interiorizado valores universales pese a las diferencias culturales y religiosas.
Contra el criterio de reconocer distintos matrimonios tal y como se dan en el mundo, así estén dentro de los márgenes de la no violencia y el orden público, se manifestó el voto del magistrado Sardón, quien se limitaba a señalar que el Código Civil peruano 4 no fijaba las condiciones para el matrimonio entre dos personas del mismo sexo, por lo cual no había nada que hacer sobre convalidar bodas, por ejemplo, poligámicas. Su razonamiento trae a la memoria lo relatado líneas arriba cuando el Perú, distante del resto del mundo, permanecía encerrado en un monopolio católico; y es un ejemplo, de cómo, a fuerza de modernizarse ante la economía mundial, la iglesia católica se vio en la necesidad de que su credo fuera defendido por la clase política. 5
La iglesia católica ha regulado dos cuestiones que son umbrales entre el cuerpo y el espíritu, entre la inmanencia y la trascendencia: la sexualidad y la reproducción humanas. A diferencia del Perú prehispánico, la sexualidad occidental solo podía ser ejercida dentro del matrimonio, con una sola pareja a perpetuidad y con fines reproductivos. Ello se complementaba con la concepción de la inocencia infantil, la pureza femenina, la sanción a la prole ilegítima fuera del matrimonio y el castigo a la homosexualidad. El interés del catolicismo conservador estaba, no en el cuerpo inmanente del sujeto, sino en el cuerpo trascendente de la patria, la especie y la iglesia.
La reproducción sólo pudo ser regulada desde 1985, tras la Ley de Política Nacional de Población de ese año. Con anterioridad, la iglesia católica se había manifestado en contra de las políticas de natalidad, así como de la educación sexual por perturbar la pureza infantil. Hoy la invasión de información y la actividad incansable de los cibernautas han transformado seriamente la realidad. Al igual que la sexualidad, la reproducción no era un asunto puesto en manos de los dueños o dueñas de las células reproductivas, sino de una voluntad superior. La aparición del concepto de derechos sexuales y reproductivos a partir de la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo (CIPD), en 1994, 6 a la que se sumó el Programa de Acción de la Conferencia Internacional de la Mujer, 7 en 1995, despertó las alertas conservadoras y una sostenida oposición a la introducción de políticas relativas a la sexualidad y reproducción en las políticas públicas. Este hecho coincidió con la mayor visibilidad de los colectivos LGTB en los años noventa, en plena explosión del VIH/Sida y los discursos alternativos sobre la sexualidad.
El Estado republicano consintió en sus inicios con una suerte de cogobierno en el que la iglesia registraba, emitía documentos y celebraba actos con valor jurídico en momentos clave de la vida de los sujetos: al nacer, al formar una familia, al morir. Pero ese aspecto formal recubría algo más grave; mientras el Estado dejaba pervivir el yanaconaje y la esclavitud sin transmitir valores universales republicanos como la igualdad y la libertad, la iglesia continuaba el legado colonial de una organización social basada en la desigualdad de sus estamentos. Para asegurar la pertenencia a un estamento “se debía demostrar la pertenencia a una familia, pueblo o ciudad, corporación o grupo étnico, así como fidelidad religiosa. El no-cristiano era perseguido. El hijo ilegítimo, además de ser mal visto socialmente, estaba privado de ciertos derechos familiares y de sucesión. Los criollos, para hacer valer su posición, debían probar ser “cristianos viejos” además de pertenecer a cierto linaje”. 8 Para la población, la decencia estaba vinculada a los valores morales de la iglesia católica no a los valores universales no asociados con una religión.
La disputa por los desconocidos derechos sobre el cuerpo, cobró importancia en la postguerra, a partir de un cambio en la propia autoconciencia. La filosofía y el derecho predominantes hasta entonces, habían concebido a los seres humanos como “consciencias” universales, sin sexo, sin color de piel ni otros detalles que parecían insignificantes pero que a la larga harían visible a un ser humano “situado” en un cuerpo con características biológicas diferentes que se habían convertido en base para desigualdades sociales. Aunque la contienda filosófica entre idealistas y materialistas había sido permanente, el aparato jurídico de los derechos humanos de 1948 daba una singular oportunidad para poder plasmar el nuevo ideario. Hasta entonces, el cuerpo humano había sido objeto de regulaciones morales que provenían —mediando la institución familiar— de una “autoridad superior”, fuese Dios, el monarca o finalmente el Estado: la vida y la muerte, la sexualidad y la reproducción, los roles sexuales, los “bárbaros” y los “civilizados”. Ahora la posibilidad de regulación del propio cuerpo estaba en manos del sujeto que lo poseía.
Ante este hecho, la oposición de algunos conservadores ante el sistema de derechos humanos en los años noventa, paulatinamente fue convirtiéndose en un gran movimiento internacional movilizado en el mundo occidental contra la educación sexual, el aborto, el uso de la AOE, las relaciones sexuales fuera del matrimonio, la diversidad sexual y sus derechos, entre otros. La agenda vaticana a partir de Juan Pablo II, ocupada más por una cruzada “moral” que “social”, y en ello identificada con las iglesias conservadoras de los EEUU, encontró apoyo en otras iglesias cristianas que ganaron terreno gracias a su radicalidad.
Finalmente, el resurgimiento de lo religioso no hubiera progresado tan rápidamente si no hubiera encontrado el contexto propicio que contribuyó a su repunte: la Guerra Fría había acabado en términos económicos y ahora el eje de la pugna —incluso dentro de las iglesias-— era entre lo autoritario y lo progresista; el neoliberalismo veía un aliado en los grupos religiosos conservadores pues ante el empequeñecimiento del Estado necesitaba a las mujeres ocupando ese lugar gracias al trabajo de cuidado; El propio neoliberalismo, por su exacerbación económica estaba destinado a ir deteriorando las bases del mismo Estado moderno democrático con todos sus atributos, entre ellos, la laicidad.
Footnotes
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El reglamento de la ley, DS.006-2016-MINJUS, define como “religión”, aquella sustentada en un credo, escrituras sagradas y doctrina moral, que cuentan con culto, organización y ministerio propio. ↩
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Ver Sentencia del Tribunal Constitucional 6111-2009-PA, fundamento 24. ↩
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El antropólogo del parentesco, Maurice Godelier, expresó durante el debate sobre el matrimonio igualitario en Francia, que al menos convivían unas ochenta formas de unión familiar en todas las culturas del mundo. ↩
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Uno de los redactores del Libro de Familia del Código Civil de 1984, Héctor Cornejo Chávez, solía declarar que “había procurado echar todos los candados posibles al acto matrimonial, especificando que fuera entre hombre y mujer, para que a futuro los homosexuales no intentaran casarse entre ellos”. Como activista católico conservador, Cornejo Chávez fue también de la idea de poner obstáculos al divorcio. ↩
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Ver: García, Pilar. Iglesia y Poder en el Perú contemporáneo 1821-1919. Cusco: 1999. ↩
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“Es relevante decir que la CIPD produjo un cambio de enfoque fundamental desde una perspectiva demografista hacia otra centrada más en la calidad de los servicios en salud sexual y reproductiva, en la prevención dirigida a adolescentes y jóvenes y en la equidad de género”. Católicas por el Derecho a Decidir. Sexualidad, religión y estado: percepciones de católicos y católicas. p.25 ↩
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El párrafo 96 del Plan de Acción dice: “Los derechos humanos de la mujer incluyen su derecho a tener control sobre las cuestiones relativas a la sexualidad, incluida la salud sexual y reproductiva…” ↩
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Loayza, Alex. Entre la parroquia y el municipio: la implementación del registro civil peruano 1830-1930 ↩