Indígenas o peruanos
A estas alturas del calendario, y aún en emergencia sanitaria y crisis económica, quizá lo más que podemos esperar como celebración del Bicentenario de nuestra Independencia nacional, sea llegar (lo que ya será bastante) al 28 de julio de 2021, y observar una ordenada transición presidencial, del presidente que tenemos ahora, al que elijamos en el proceso electoral del 11 de abril.
Ninguna gran obra será inaugurada como en la conmemoración del centenario de la Independencia con Leguía que renovó la ciudad de Lima con parques, plazas, monumentos, avenidas; o como la conmemoración del sesquicentenario con Velasco, menos apoteósica, menos limeña y más orientada al conocimiento, con la publicación de la monumental Colección Documental de la Independencia del Perú, con 85 volúmenes de documentos inéditos sobre nuestro proceso de liberación de España.
No solo la pandemia, que significa la reasignación enorme de recursos hacia la sobrevivencia de las familias y la recuperación de la actividad económica; también la inestabilidad política, cambios de presidente y de congreso, rotación de gabinetes enteros y de ministros puntuales, así como una enorme ineficiencia de la burocracia estatal, harán de la conmemoración de 200 años de construcción republicana una celebración muy discreta.
Y lo será a pesar de que la Independencia parece haber dejado de ser vista como un hecho banal que no generó cambios sustantivos, como se la consideraba en las últimas décadas del siglo XX.1 El ambiente cultural parece más cercano a las evaluaciones sobre el presente, tras doscientos años de República, que las reflexiones sobre el acontecimiento mismo y lo que en su momento significó. Y es que estas evaluaciones de “200 años después” corren el riesgo de sobrecargar de tiempo fenómenos más recientes, como la construcción de un poder oligárquico o la exclusión del voto a los analfabetos. Lo que podemos decir, es que aún en 1821 (o 1824) las opciones de organización de la sociedad y el poder estaban abiertas, y los indígenas, así como las provincias, tenían más presencia y participación en decisiones sobre la conducción del Estado que un siglo después, dentro de la complejidad que significó construir un Estado, una República y una Nación sobre un sustrato de administración colonial. Poco a poco, decisiones ulteriores fueron cerrando posibilidades y derivaron en lo que Basadre llamó evocando una contradicción en los términos, una República Aristocrática. Desde entonces, para la gestión del poder, la participación ciudadana resultaba relevante solo si no ponía en cuestión el poder fáctico establecido. Veto contra partidos políticos y golpes de Estado en el siglo XX se encargaron de ello. Pero eso no es fundante.
Efectivamente, fundar la República del Perú tenía su propia complicación. No existía ni como territorio. El Virreinato del Perú, un espacio 10 veces más grande que España y mucho menos poblado, había sido recortado dos veces a lo largo del siglo XVIII: en 1717 con la creación del Virreinato de Nueva Granada con sede en Santa Fe de Bogotá, y en 1776 con la creación del Virreinato del Río de la Plata con sede en Buenos Aires. Era un territorio colonial, en realidad unificado y articulado por un sistema tributario, gobernado por una autoridad distante, representada por un Virrey. Pero los territorios sobre los que se construyeron los estados latinoamericanos, no fueron los vastos virreinatos, sino los territorios más pequeños definidos por el ámbito jurisdiccional de las cortes de justicia, las Audiencias; una territorialidad definida muy temprano, la mayoría en el siglo XVI.
Pero esta territorialidad del Estado Peruano fue producto también de conflictos y negociaciones. San Martín había soñado con una América del sur unida; Bolívar, con que una Gran Colombia que incluiría a lo que hoy son Perú y Bolivia además de Colombia, Panamá, Ecuador y Venezuela, sería un fuerte contrapeso al poder unificado de los Estados Unidos de Norte América. Pero intereses regionales expresados por los jefes militares y sus conflictos, terminaron fragmentando los sueños. Aún entre 1836 y 1839, Perú junto con Bolivia protagonizaron el experimento de formar un solo territorio confederado, definido por el Estado Nor Peruano, el Estado Sur Peruano y el Estado Alto Peruano. La unión de los dos últimos recuperaba como territorio político lo que había sido una sola región de intercambios económicos. Pero además, lo que habría cambiado la geopolítica sudamericana, el peso de los puertos en el Pacífico y la importancia de los espacios regionales entre el norte y el sur peruanos. Probablemente por todo ello, cayó, entre la oposición de caudillos del norte, y la intervención de tropas chilenas convocadas por Gamarra (cusqueño) en el contexto de su conflicto con Santa Cruz (paceño). Recién entonces, sin más opciones, queda como territorio del Estado peruano la vieja audiencia de Lima.2
Más complejo, sin embargo, que producir el territorio del nuevo Estado peruano, era construir la nación de ciudadanos peruanos iguales entre sí, el sustento del gobierno republicano que debía sustituir al gobierno de un monarca. ¿Quién era el colectivo nacional? si incluso el territorio era incierto. Alexander Von Humboldt encontró en sus viajes por América del Sur a inicios del siglo XIX que los criollos decían con orgullo “no soy español, soy americano”. América, sin embargo, era demasiado vasto y diferenciado para suscitar una autoidentificación personal, y es probable que la frase evocara más una identificación en conflicto con España. Según John Fisher, identificaciones como peruano o venezolano, evocando la referencia a una audiencia, eran comunes. Pero cualquier identificación nacional, evocaba sólo al grupo criollo. “No somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento, y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores; así, nuestro caso es el más extraordinario y complicado” había dicho Bolívar en una proclama en 1819. 3
Y es que incluso formalmente, la administración colonial había construido una rígida estratificación social basada en diferencias étnicas: una sociedad no de iguales, sino de castas, las personas tenían estas escalas jerárquicas como parte de su actuación cotidiana. Así, personas con pertenencias étnicas disímiles tenían derechos diferentes, pagaban impuestos diferentes; tenían autoridades locales distintas, así como libros de registro de nacimientos, celebraciones matrimoniales o lugares de entierro, diferentes.
La Constitución liberal proclamada por las Cortes en Cádiz en 1812 había avanzado enormemente al reconocer derechos iguales a todos los súbditos de la Corona. La nación española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios declaraba al inicio, incorporando en la base del Estado a todos los nacidos en los territorios de los dos lados del Atlántico, incluyendo a los indígenas y las “castas” (mestizos).4
Su vigencia había sido realmente corta, pero declarativamente, el principio de igualdad era importante. En diciembre de 1824, tras la derrota del ejército español, Bolívar desde el Cusco intenta hacerlo efectivo y decreta un conjunto de reformas tendientes a producir igualdad. Así, elimina el tributo de indígenas, establece el reparto igualitario de las tierras comunales entre los indígenas para que dejen de serlo y paguen un impuesto como propietarios individuales y elimina la autoridad del cacique: todos los nacidos libres serían iguales entre sí y ante el Estado.
Pero la igualdad era difícil de mantener en una sociedad realmente segmentada. Escuchemos al mariscal Gamarra, Prefecto de Cusco en 1826: "La contribución directa 5 es la que mejor consulta con la justicia (…) Pero como en el orden social es preciso de continuo adoptar lo conveniente, me parece estar ahora en el caso de desviarnos un tanto de este principio de la economía. Los indígenas o peruanos son la clase más numerosa de la República y carecen de necesidades y son muy propensos a la holgazanería. Reducidos a una contribución proporcional, pagarían una nimiedad que no los precisaría al trabajo".6
Dos elementos de ese Perú temprano resaltan: el primero, que para las autoridades tempranas, el país es desigual y para unos funciona bien un impuesto y para otros no, es lo “conveniente”. El segundo, que el término “peruano” se aplica principalmente a indígenas o a aborígenes, como se les llama también. En el contexto liberal impuesto por Bolívar, no siempre pueden referirse a los indígenas porque lo correcto es la igualdad.
Allí, el término “peruanos” sirve sorprendentemente para marcar una diferencia realmente existente. Más clara quizá es esta otra carta en la que el Prefecto de Cusco consulta sobre cómo se debe pagar la deuda que dejó en los pueblos, haciendas y comunidades, el paso del ejército libertador; si "los créditos se abonarán a los Peruanos en el pago de tributos y a los demás en las cantidades que deban al Erario"7, dice. (cursivas nuestras). Los demás, no son extranjeros; son no indígenas.
Esta cita pone en evidencia algo más: que “los peruanos” seguían pagando sus tributos, a pesar de la extinción decretada por el Libertador. Y una vez el Libertador fuera, la Junta de Gobierno reinstala el tributo con el nombre de “contribución de indígenas”, y como compensación (¿republicana?) crea la “contribución de castas” (estrictamente, de las demás castas, de los no indígenas). Lo que es interesante es que una vez reinstalada la tributación colonial de base étnica, el término “peruano” podía plenamente evocar la unidad, la nación: “Los Peruanos al Perú y los Colombianos a Colombia: éste es el problema actual” escribirá sólo un año después el mismo Gamarra, al liderar el levantamiento contra el Presidente La Mar, nacido en Cuenca.
Pero eran indígenas, como en la Constitución de Cádiz de 1812; con derecho a votar y por la reinstalación de la contribución, con sus tierras protegidas. Otro giro se producirá al final del siglo XIX cuando una oligarquía les arrebate sus tierras y sus derechos ciudadanos.8
Al final, no fueron decretos ni Constituciones los que produjeron la nación que siempre fue diversa, sino los millones de personas que, como peruanos y peruanas, sobre todo en las escalas más bajas de ingresos y de servicios, han luchado contra la exclusión, desplegando enormes esfuerzos por educar a sus hijos, por defender sus tierras y participar en los mercados, por desplazarse a las ciudades más dinámicas y emprender desde la calle un pequeño negocio.
Footnotes
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Gonzalo Portocarrero y Patricia Oliart encontraron en los textos escolares, la difusión de una “idea crítica” sobre el Perú que habría producido una redefinición de las imágenes sobre la historia donde lo relevante era la “continuidad” (de la explotación o de la resistencia) más que los cambios con la instauración de la República (ver Portocarrero, Gonzalo y Oliart, Patricia, El Perú desde la escuela. Lima: IAA, 1989) La desvalorización de la Independencia tiene, sin embargo, antecedentes, incluso entre quienes vivieron el proceso. Una cuartilla escrita en 1826 por José Joaquín Larriva, periodista, produjo una frase muy conocida en el país: Cuando de España, las trabas / en Ayacucho rompimos, / otra cosa más no hicimos / que cambiar mocos por babas. / Nuestras provincias esclavas / quedaron de otra Nación. / Mudamos de condición, / pero sólo fue pasando / del poder de Don Fernando / al poder de Don Simón. ↩
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Lo que sucederá en adelante será más bien la pérdida de territorios, particularmente frente a Chile. ↩
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Citado por Fisher, John, Las revoluciones hispanoamericanas 1808-1826. Barcelona: Editorial Ariel, 1976. Pág 35 ↩
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Sólo los afrodescendientes esclavos estaban excluidos de la nación y del derecho a sufragar. ↩
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Se refiere al impuesto proporcional a las rentas, instaurado por Bolívar como una única contribución. ↩
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Carta de Gamarra del 13 de agosto de 1826, citado en Remy, María Isabel, “La sociedad local al inicio de la república. Cusco 1824-1850” En Revista Andina Nº 12, Cusco: 1988 , pág 479. ↩
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Carta de febrero de 1826 citado en Remy 1988, pág 452 ↩
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La Ley Electoral de 1896 por primera vez excluye del derecho al sufragio a todos los analfabetos; las legislaciones anteriores siempre les habían hecho un espacio, sea porque eran propietarios de tierras o hasta porque pagaban una contribución. Fue recién la Constitución de 1979 la que elimina toda exclusión y produce una sola ciudadanía. ↩