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Crisis y movilización indígena: ¿Retorno desde lo cholo a lo indio?

Crisis y movilización indígena: ¿Retorno desde lo cholo a lo indio?
Foto: Ronald Callacondo Mollo | culturalsrvival.org

Entendidas en una perspectiva histórica, las crisis son momentos de encrucijada del cambio social y de la naturaleza del poder. Representan el desenlace de un acumulado de procesos previos, pero también exhiben tendencias o posibilidades de futuro, cuyo alcance y definición dependerá del modo de resolución de la propia coyuntura crítica. En medio de las crisis no sólo se agota un tiempo histórico, sino que muchas veces se juegan las opciones de otro porvenir. En esto reside la importancia de comprender una determinada crisis, considerando sus antecedentes, su vinculación con transformaciones estructurales, así como el entramado de fuerzas sociales y proyectos en juego. Un factor crucial en toda crisis es el cambio de las correlaciones de fuerza que la propia situación impulsa. Allí entra a tallar la capacidad de acción de los actores, factor que, al fin y al cabo —como resultado del cruce entre condiciones y voluntad política—, define el escenario y los contornos del rumbo posterior.

Aunque muchas crisis se asocian a situaciones de deterioro económico, suelen envolver también otros problemas estructurales, de orden sociocultural o político. Por supuesto, también hay crisis que, contrariamente al sentido que otorgamos comúnmente a dicha palabra, expresan más bien procesos de expansión económica o crecimiento. Más precisamente, expresan los impactos de una nueva modalidad de acumulación y expansión, sobre las relaciones de desigualdad y movilidad social —ascendente o descendente—, así como sobre los intereses sociales y expectativas asociadas a ellos. Esto se vincula muchas veces a modificaciones estructurales de la composición de las clases y la propia dinámica del poder.

La crisis actual del Perú parece derivar de los impactos y la atrofia reciente de la expansión neoliberal ocurrida en las décadas previas. En la segunda mitad del siglo XX, la sociedad peruana enfrentó el agotamiento de un tipo de Estado oligárquico, vigente durante largo tiempo. Ello incluyó el ascenso de sectores sociales y políticos democratizadores, que empujaron su reemplazo por un régimen democrático basado en la participación electoral. Procesos de cambio social intensos, como las migraciones y movimientos populares de acceso a derechos e igualdad ciudadana (educación, tomas de tierras y reforma agraria, así como el derecho a la participación política), rompieron las compuertas oligárquicas y abrieron paso a un inédito desborde democratizador. Ello no solo estuvo asociado al ascenso de una izquierda política y social influyente, sino también al surgimiento de nuevos sentidos en torno a lo nacional y lo peruano. La figura del cholo, el ex indio convertido en sujeto moderno que lucha por mejores condiciones de vida y acceso a derechos, dejando atrás su condición campesina-indígena, así como el sometimiento de la servidumbre hacendaria y el atraso rural, representa el arquetipo del profundo cambio social que alumbró al Perú del presente. La cholificación fue, sin duda, el proceso social más importante de un país que parecía enrumbarse hacia una democratización y nacionalización efectiva, de rostro múltiple y popular.

Cholificación y democratización

Una anécdota puede resultar ilustrativa sobre el impacto del proceso de cholificación y el salto del “indio” hacia el “cholo” como cambio sociológico fundamental en el Perú. A inicios de la década del 90, alguien criticó la elaboración de Aníbal Quijano —quien había acuñado la idea de cholificación—, por no considerar el componente indígena, y por plantear en sus trabajos sobre los movimientos campesinos que el liderazgo de los mismos había sido cholo y no indio. Conversamos sobre ello muchas veces, y cuando publiqué un libro sobre los movimientos indígenas en los Andes,1 y coincidimos en algo importante: que su diagnóstico en torno al liderazgo cholo en las movilizaciones campesinas de las décadas de 1950 y 1960 fue certero, pero también incompleto. En esos años, la tendencia predominante había sido la desindianización, y sólo después emergió un proceso contrario que cristalizó en los movimientos indígenas posteriores. Pero incluso bajo un liderazgo “cholo” o “mestizo”, los grandes movimientos campesinos por la tierra habían tenido una base de movilización comunitaria-indígena, hasta ahora prácticamente inexplorada por las ciencias sociales. Es lo que parecía volver a emerger, esta vez con la primacía de un discurso y liderazgo explícitamente étnicos.

El impulso de la cholificación brindó sustento a la transformación más importante ocurrida en el país durante las décadas de la segunda posguerra: el avance hacia un proceso de nacionalización vinculado a una importante democratización social. No fue solo un proceso impulsado desde arriba —por parte de las élites o desde el Estado velasquista— sino más bien un masivo e intenso fenómeno de movilización popular; es decir, de aquellos que desde abajo saltaron a reclamar ser reconocidos como peruanos y ciudadanos. Al hacer ésto no solo optaron por visibilizar una demanda de inclusión, sino que más bien transformaron de hecho, y para siempre, el rostro del país. Sin embargo, ello no desembocó en las décadas de 1980 y 1990 en la instauración plena de un orden democrático estable. Por el contrario, resultaron más fuertes las tendencias corrosivas y los conflictos heredados de las décadas anteriores. El resultado fue el episodio de violencia más terrible ocurrido en el país y la instauración de la dictadura fujimorista. La Comisión de la Verdad halló que la cantidad de muertos triplicaba los cálculos iniciales, siendo el 75% de las casi 70 mil víctimas, personas quechua hablantes, básicamente campesinos indígenas de las zonas rurales. Sobre las cenizas dejadas por la violencia, en un momento sumamente crítico de destrucción y crisis económica galopante, se impuso en el país un régimen autoritario peculiar. Fujimori fue el rostro visible de una coalición autoritaria que optó por imponer de cualquier forma, y a cualquier costo, una profunda transformación estructural de sentido neoliberal.

Neoliberalismo: hegemonía sin proyecto

Durante tres décadas el Perú ha sido escenario de la vigencia plena de las nuevas reglas de juego neoliberales impuestas desde los años noventa, que transformaron abruptamente el rol del Estado y el modelo de acumulación en el país. Primero existió un proyecto de reencuadramiento autoritario cuya expresión política fue el fujimorismo, pero no pudo ser reemplazado (durante la ocasión perdida que fue la transición de inicios del presente siglo) por otro proyecto, capaz de desmontar de raíz los legados autoritarios, impulsando un crecimiento democratizador. La democracia de este siglo cobijó el funcionamiento de un orden neoliberal que siguió debilitando las bases de la representación democrática. A la destrucción de los partidos se sumó una profunda corrosión de la propia sociedad. Además, se entronizó en el imaginario popular un modelo de progreso y bienestar asociado a la primacía del interés individual. En dichas transformaciones puede verse la nuez de la modernidad desbocada reinante desde entonces en la sociedad peruana.

Se trata de una modernidad que, sin embargo, ha terminado sustentada en una hegemonía neoliberal sin proyecto. Su norte no es la construcción de una sociedad de ciudadanos y ciudadanas, sino la simple primacía del mercado salvaje. El sálvese quien pueda y sea feliz como pueda, sin límites ni miramientos de ningún tipo. Esta hegemonía sin proyecto es la que en los últimos años ha empezado a hacer crisis de forma acelerada, agravada por el impacto tremendo de la pandemia de Covid-19. Así, la crisis peruana actual muestra varias crisis entrecruzadas o superpuestas. La crisis política se desbocó desde las elecciones de 2016 debido a la ambición de poder de Keiko Fujimori y sus secuaces. La crisis social ha llegado a extremos brutales de inseguridad y desarticulación de los vínculos, empujando a mucha gente a atrincherarse en sus relaciones más inmediatas (parentesco y residencia). Y encima, una crisis económica, reflejada en el incremento de la pobreza y el hambre, parece mostrar que estamos ante una situación de estabilidad aparente del modelo —si nos comparamos con países cercanos como Argentina o incluso Bolivia— que en realidad ha pasado a cobijar el avance de la miseria y desigualdad.

En diciembre pasado, el zarpazo golpista de Pedro Castillo y la formación de la actual coalición autoritaria gobernante, fue la gota que derramó el vaso. Solo que no lo hizo de la misma forma en todo el territorio ni en todos los sectores sociales del país. El hartazgo derivó en una protesta social situada principalmente en los territorios del Sur andino, en las regiones con mayor presencia campesina e indígena del país. Se trata de territorios que —como Puno, Apurímac o Cusco— siguen encerrando aguda pobreza, pero de ningún modo corresponden a aquellos reductos de atraso y pre modernidad que muchos suelen ver. Por el contrario, durante las últimas décadas han sido escenario de un inusitado dinamismo asociado a fuertes procesos de movilidad social, pero también a nuevas desigualdades socioeconómicas que alientan flamantes sentimientos de exclusión.2

La inédita movilización campesino-indígena

En ese contexto, entre los fenómenos de movilización social más novedosos, acicateados por la ruptura súbita de la legitimidad política, debe destacarse una inédita movilización campesino-indígena. No se trata de un movimiento político étnico organizado como tal, con estructuras centralizadas de liderazgo y organización, sino más bien de un desembalse de descontento campesino-indígena sustentado en el influjo de las comunidades territoriales. Así, millares de personas provenientes de las comunidades más recónditas, no solo decidieron protestar en sus localidades, sino que se movilizaron a ciudades capitales regionales y provinciales (Cusco, Andahuaylas, Juliaca, Puno) e incluso a la capital del país, tratando de hacer visible una reacción ciudadana ante el giro inesperado del poder a escala nacional. Se trata de la movilización comunera, campesina e indígena más importante en décadas, al menos desde aquellas que entre 1950-1970 se vincularon a las demandas por tierra, reforma agraria e igualdad. ¿Cuál será su alcance y proyección en el futuro inmediato? ¿Por qué alcanzaron mayor intensidad en algunos territorios y no en otros? ¿Hasta qué punto expresan un retorno desde lo “cholo” hacia lo “indio” en el Perú? Aún es pronto para responder a estas preguntas, que además requieren la realización de investigaciones concretas. Lo que sí puede señalarse es que incluyen una novedosa demanda de reconocimiento de la identidad cultural (en tanto comuneros e indígenas) y de igualdad ciudadana. Esto último no solo las conecta con las movilizaciones de las décadas pasadas, sino que además expresa el viejo anhelo de un tipo de desarrollo y modernidad propio: al mismo tiempo peruano, andino, cholo, indígena, comunero y nacional.

Desgraciadamente, la respuesta del régimen legal pero ilegítimo de Boluarte ante las protestas, incluyendo la inesperada movilización campesino-indígena, se ha reflejado en la cifra irreparable de muertos y heridos que vemos como saldo de la violenta represión estatal. Así, la crisis múltiple del país ha derivado en un nuevo episodio de violencia, pero además en la imposición de un peculiar régimen autoritario: uno que busca escudarse en la legalidad para maquillar el hecho de que responde a una coalición de poder de mutuas conveniencias, que incluye a las fuerzas políticas del Congreso, las Fuerzas Armadas y el empresariado, principalmente. Pero a diferencia de su antecesor fujimorista de la década de 1990, se trata de una coalición hegemónica sin norte alguno. Su hegemonía se sustenta en el piloto automático del capitalismo salvaje a la peruana reinante en estos tiempos, y su horizonte no es otro que el de la mera búsqueda de impunidad y beneficios inmediatos.

De allí que la súbita movilización indígena desembalsada en medio de la crisis múltiple del Perú actual, no solo conlleva un reclamo de tipo cultural, indígena o de reconocimiento étnico. Junto a ello arrastra una vieja aspiración esencialmente política, dirigida a hacer realidad un Estado, una peruanidad y un tipo de desarrollo efectivamente democráticos. Como en otras épocas de nuestra larga historia, otra vez los de abajo resultan ser más nacionales, democráticos y modernos que los de arriba. Y otra vez el poder estatal, casi secuestrado por una gavilla de inescrupulosos, se halla en la picota de su completa ilegitimidad a ojos de su propia gente.

Footnotes

  1. Pajuelo, R. (2007). Reinventando comunidades imaginadas. Movimientos indígenas, nación y procesos sociopolíticos en los países centro andinos. Lima: IFEA – IEP.

  2. Resulta interesante pensar, como ha señalado Richard Webb en su artículo “¿Por qué Puno?” (Lima, El Comercio, 12 de febrero de 2023), que las movilizaciones responden más al intenso desarrollo económico de las últimas décadas que al estancamiento del Sur andino. Sin embargo, ello describe el contexto y no así el acontecimiento histórico de las protestas, el cual debe entenderse en cuanto tal, como una acción social colectiva y no como reflejo automático de factores estructurales.

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