Argentina: interregno y crisis
Como gran parte del mundo, Argentina está experimentando lo que el filósofo italiano Giacomo Marramao denomina “interregno”. Es decir, un período de transición entre dos épocas, dos sistemas de valores, dos maneras de experimentar el mundo. Un interregno caracterizado por una incertidumbre y una precariedad sin precedentes, en la que se ven superadas por los hechos una parte importante de las nociones aprendidas para enfrentar problemas extremadamente complejos. De ahí que si queremos comprender mejor la situación política coyuntural que vive Argentina, resulta necesario examinar con rigor crítico la profundidad de su crisis, observándola dentro de otros procesos regionales y globales.
En las configuraciones culturales de la modernidad, crítica y crisis van de la mano, como postulaba el historiador Reinhart Koselleck. Es decir, mientras la crisis abarca diferentes esferas y se prolonga en el tiempo, emerge en indeterminadas subjetividades un pensar cuestionador que se preocupa por la situación de precariedad, se indigna por las dimensiones del sufrimiento colectivo y postula escapatorias posibles ante un escenario que se asume insufrible. La crítica identifica los pesares desarrollados en la crisis y, ante la misma, idea una serie de potenciales salidas. Dichas soluciones no son únicas, más bien múltiples y son expresadas por los diversos grupos que conforman la parte políticamente activa de una sociedad. Ante la insuficiencia de lo experimentado, surgen horizontes de expectativas y se abren nuevos escenarios a fin de que las sociedades puedan proveerse de un futuro. Así, la crítica emerge de la crisis. Pero si no se evidencia una superación de las condiciones de deterioro social, la crítica puede ahondar la situación de crisis.
Un bienestar racionalmente insostenible
En diferentes décadas del siglo XX, Argentina experimentó diversos momentos de crecimiento económico, sustentado en la exportación de recursos naturales y en la consolidación paulatina de un aparato industrial que les permitió cierta autonomía tecnológica respecto a otros países de América Latina. Asimismo, pudo consolidar una importante infraestructura económica que la diferenciaba de otras naciones de la región. De ahí que pudiera consolidar una clase media urbana, sostenida sobre la base de una de las mejores educaciones de nuestro continente. Como en buena parte del mundo occidental, entre los años cincuenta y sesenta, se fueron estableciendo los cimientos de una sociedad de bienestar, producto de la aceptación consensuada de que el Estado debía distribuir la riqueza por diversas rutas institucionales. Sin embargo, a mediados de los setentas, el bienestar promovido por políticas públicas, ya no podía ser sufragado por aquél, en la medida que la economía argentina se estancaba debido a condiciones internas y externas.
A lo largo de los años ochenta, en medio del contexto de la crisis de la deuda latinoamericana, la nación rioplatense experimentó un grave proceso hiperinflacionario, producto de un abultado déficit público, que fue deteriorando las capacidades económicas argentinas. El corolario de esta situación fueron las políticas de ajuste económico que se llevaron a cabo entre 1990 y 1991, durante el gobierno del peronista Carlos Menen, y que fueron dominantes a lo largo de la década del noventa. La convertibilidad peso-dólar norteamericano logró estabilizar las finanzas públicas y ordenó el ámbito monetario. Pero el costo fue la precarización laboral, la venta de activos públicos y la pérdida de la autonomía económica. Acciones económicas muy concretas llevaron a la Argentina a un grave estallido social durante el gobierno de Fernando de la Rúa en el 2001, que terminó con el fin de la convertibilidad y el cuestionamiento a las políticas económicas liberales de aquellos años. Del 2003 en adelante, se fueron restituyendo las políticas de bienestar durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, las mismas que se han mantenido hasta la actualidad, pero financiadas por el impuesto inflacionario que ocasiona, como se sabe, una serie de distorsiones económicas y la pérdida de la capacidad adquisitiva de la población más vulnerable.
Más allá de su necesidad ético social, si hay algo sumamente costoso, es un Estado de bienestar. Éste precisa de una economía altamente productiva, diversificada y con una incesante innovación tecnológica que incida en la producción, que la potencie. El Estado de bienestar del siglo XXI, debido a las circunstancias globales, requiere fuentes de financiación distintas a las habituales. Y, sobre todo, un manejo racional de la economía, reconociendo la sostenibilidad de lo que puede ser subsidiado en el tiempo con eficacia social. Así, Argentina se encuentra frente a una grave disyuntiva. Por un lado, hay un grupo importante de ciudadanos que requiere las prestaciones sociales que otorga el Estado y, al mismo tiempo, existe la necesidad de ordenar las finanzas públicas, para no seguir profundizando la inflación, el deterioro de la demanda, el colapso del sistema de precios y el crecimiento exponencial de la pobreza. Al parecer, una mayoría de la población está de acuerdo que dicha situación resulta insostenible, porque afecta directamente su calidad de vida. Sin embargo, dada la pluralidad de actores sociales, a un grupo importante de ciudadanos les resultaría difícil renunciar a una parte de las prestaciones sociales.
El desvarío en la crisis
Un país se encuentra al borde del colapso integral en el momento en que la hecatombe económica ocasiona un notable incremento de la pobreza y la desaparición paulatina de las clases medias. La sensación pública generada por una demoledora crisis social, deteriora los sistemas de valores que estructuran los comportamientos y obtura el sentido de vida de muchas personas.
Como señalaba el historiador de la ciencia Gerald Holton, cuando se manifiesta una crisis de esas proporciones, emergen masivamente creencias irracionales, que ocultan las salidas racionales a las diversas dificultades. Una vez que la irracionalidad se instala en un grupo considerable de personas, los discursos políticos más disparatados comienzan a tener espacio en la agenda pública. Se extreman los miedos, los odios, las incertidumbres, las susceptibilidades, los rencores y arrecian las identidades de todo tipo.
El fenómeno político que encarnan Javier Milei y el movimiento “libertario” argentino, se ubica dentro de las coordenadas críticas que hemos descrito. Es evidente que su ascenso vertiginoso no se inició en la década pasada, cuando empezó a ser conocido como un comentarista chirriante de la actualidad de su país. Las condiciones estructurales para su promoción mediática y su popularidad se formaron atrás en el tiempo, con la experiencia del populismo mesiánico que encarnó el peronismo en su momento, con la naturalización del culto a la violencia, propio de la dictadura militar de 1976-1983, y con el mantenimiento —consciente o inconsciente— de aquel mito colectivo de la Argentina como una suerte de “Europa latinoamericana”, que merece un sitial privilegiado en el mundo. Más allá de autoproclamarse “filosóficamente anarcocapitalista” (seguidor de Ayn Rand y de Murray Rothbard) y políticamente “minarquista” (partidario de la Escuela Austriaca de Economía), creemos que un fenómeno como Milei (y aquellos a quienes representa) se formó a partir de los tres rasgos que hemos descrito.
Así, Milei, ha devenido en la imagen de un mesías que se enfrenta a la corrupta “casta”, política y burocrática, redimiendo a los “hombres y mujeres de bien”, que se esfuerzan por sacar a su familia adelante con su esfuerzo personal. Los “descamisados” de Perón, son ahora los “laburantes” de Milei, que financian con su sacrificado trabajo el sueldo de una burocracia ineficiente. El capitalismo explotador, cuestionado por el peronismo radical, se transmuta en el estatismo que expolia a los contribuyentes y ahoga a los individuos con sus sobrecargas normativas. Milei, como todo populista, alienta el maniqueísmo: los buenos contra los malos, los puros contra los impuros. Su discurso se encuentra envuelto en una retórica bélica, una “guerra cultural” contra todo enemigo de la “libertad individual”, que debe ser aniquilado, como aquellos opositores a la dictadura militar. Finalmente, se encuentra la apuesta por la “utopía arcaica”. Es decir, añorar una supuesta “edad de oro” argentina, impulsada por la constitución minarquista de Alberdi, que hizo que aquel país sudamericano llegara a ser “primera potencia mundial”, una suerte de occidente desarrollado en Sudamérica, que atraía multitudes de inmigrantes europeos.
Es evidente que el discurso político de Milei logró obtener una recepción considerable en la medida en que el colapso sociocultural se hace manifiesto. Pero también porque logró empatizar con las nociones, ideas y prejuicios de un sector importante de la sociedad argentina. Un grupo que ve con recelo las políticas públicas provenientes del llamado “consenso socialdemócrata” y de los progresismos socioliberales. Para los defensores del consenso socialdemócrata y del progresismo socioliberal, el Estado debe tener un papel regulador en la economía, un rol subsidiario en lo social y una dimensión directiva en lo cultural. Se considera que el Estado no sólo debe ser garante del bien común, también es quien debe tutelarlo. Resulta evidente que los gobiernos de centro y de centro izquierda han ido impulsando políticas públicas surgidas de este consenso, muchas de ellas sostenidas sobre orientaciones ideológicas y culturales muy precisas. El sector social que empatiza con las posiciones de Milei es el que está en contra de los progresismos socialdemócratas, socialistas y socioliberales.
De ahí que los que se hacen llamar libertarios o paleolibertarios argentinos, sean contrarios a la injerencia subsidiaria del Estado en la economía, a la presencia de políticas gubernamentales referidas a derechos sexuales y reproductivos, al enfoque de género, los sobre costes laborales y al crecimiento de la empleocracia pública para lograr los objetivos de un Estado benefactor. Estos grupos, consciente o inconscientemente, parten de una premisa ideológico-antropológica que cuestiona de lleno al consenso social progresista: los individuos son los únicos responsables de su destino en el mundo y el Estado o cualquier asociación colectiva no debe interferir con las decisiones que corresponden a los sujetos y a sus familias. Desde este axioma, se deduce una concepción de lo político, lo económico y lo cultural, claramente distinguible.
La crítica en la crisis
Quizá un elemento no visible en la trama del colapso argentino, fue el modo cómo las teorías críticas, los constructivismos teóricos y el relativismo epistémico postmoderno fueron ganando espacios en la academia de dicho país, sirviendo de soporte conceptual a las distintas políticas públicas en las últimas dos décadas. La importancia intelectual de estas perspectivas teóricas y metodológicas está fuera de toda duda. Sin embargo, para cuestiones tan factuales como el bienestar económico, los equilibrios fiscales, la prudencia monetaria y la sostenibilidad a largo plazo de las necesarias prestaciones sociales, estas orientaciones son limitadas. Por más que algunos se esfuercen en demostrar que toda la realidad es una construcción cultural o un simulacro de ciertas hegemonías, la expansión monetaria indiscriminada genera inflación, esa inflación reduce la capacidad de compra de los ciudadanos, altera el sistema de formación de precios y lleva a la pobreza a millones de personas.
En ese sentido, discursos como el de Milei, sus seguidores o gente similar, obligaría a los defensores de los progresismos sociales a reelaborar los argumentos a favor de la justicia distributiva, tomando en cuenta la objetividad de los efectos de las decisiones económicas, la sostenibilidad racional del estado de bienestar y la jerarquía de las prioridades sociales. Y, sobre todo, a aprender que la pluralidad de los objetivos de vida de las personas está más allá de las políticas estatales de carácter cultural.
El principio de realidad es un elemento crucial para una acción moral eficaz. De pronto, este “interregno” argentino se presenta como la oportunidad para superar el mesianismo populista, el culto bélico a la violencia y la utopía arcaica de un “imperio que nunca fue”. La crítica que emerja de esta crisis integral, debería abrir los “horizontes de expectativas” a fin ir más allá de las tinieblas que rodean a la actual Argentina.