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Internacional

La democracia y la guerra de clases

La democracia y la guerra de clases
Kapitalismus, litografía de Teo Scharf, 1922. awm.gov.au

En los ochenta la democracia (liberal) aparecía como la única posibilidad no solo de dejar atrás los regímenes o gobiernos autoritarios o dictatoriales, sino también de alcanzar el progreso y el desarrollo. La democracia era una alternativa frente a un socialismo (o comunismo) que se presentaba como sinónimo de pobreza y tiranía. Se afirmaba, incluso, que el mundo estaba frente a una tercera ola democrática, cuyos enemigos eran tanto el comunismo como los regímenes autoritarios.

Una nueva estrategia, además de enfrentar al comunismo con políticas agresivas como la llamada Guerra de las Galaxias, fue diferenciar, como hizo la diplomática y representante del gobierno de Reagan ante las Naciones Unidas, Jeane Kirkpatrick, entre gobiernos autoritarios y totalitarios. Para esta diplomática, los regímenes autoritarios podían transitar a la democracia, a un capitalismo moderno y ser amigos de los Estados Unidos, todo al mismo tiempo, mientras en los regímenes totalitarios, esa transformación era imposible: “Sólo la moda intelectual y la tiranía de pensar en izquierda y derecha —decía Kirkpatrick— evita que los hombres inteligentes de buena voluntad, puedan percibir el hecho de que los tradicionales gobiernos autoritarios son menos represivos que las autocracias revolucionarias, que son más susceptibles de liberalización, y que son más compatibles con los intereses de los Estados Unidos. La evidencia sobre todos estos puntos es suficientemente clara”. Otro cambio importante, que también introdujo Kirkpatrick, fue “que la intangibilidad del régimen no estaba contenida en la Carta de las Naciones Unidas y que el artículo 2.4, al hablar de la integridad territorial, se refería a los límites, a las fronteras de los países, y no protegía, como era interpretado por la URSS, la intangibilidad del régimen político por autoritario o totalitario que fuese, ni el derecho de la superpotencia a intervenir para restablecer un régimen totalitario amenazado por una demanda democrática de su sociedad (doctrina Brezhnev). Kirkpatrick sostenía que no podía aceptarse la idea de que cualquier gobierno debía ser respetado y, por lo tanto, rechazaba la inviolabilidad de la soberanía. La Carta de las Naciones Unidas no exigía que los Estados Unidos permanecieran impasibles mientras la URSS suprimía las demandas de libertades de fuertes movimientos democráticos.” 1

La lucha por una democracia liberal promovida por los Estados Unidos a nivel mundial encontró así una supuesta legitimidad para intervenir y hasta derrocar a los gobiernos “enemigos”. Fue también el triunfo del pensamiento neoconservador en la política exterior de ese país.

Por eso, cuando Francis Fukuyama publica El fin de la historia (1992), al anunciar el triunfo de la democracia, estaba pensando en aquella promovida por Estados Unidos. Para Fukuyama, luego de la caída del Muro de Berlín, el conflicto entre el liberalismo y el marxismo/ comunismo había terminado con el triunfo del primero. El nuevo horizonte de la humanidad era liberal, entendido éste como el mantenimiento de una economía de mercado, un gobierno representativo y un conjunto de derechos que garanticen las dos cuestiones anteriores.

En Capitalismo y democracia. El eslabón perdido,2 Fukuyama señala que el capitalismo y la democracia, que estaban en fuerte discrepancia, habían por fin hallado un modo de coexistir y reforzarse mutuamente. Al respecto, sostiene que “el capitalismo demostró que era mucho más flexible y adaptable que el socialismo, frente a las nuevas condiciones económicas de la sociedad postindustrial, creadas por el cambio tecnológico en la segunda mitad del siglo XX” y también que: “sólo la democracia liberal puede satisfacer de un modo racional el deseo humano de reconocimiento, ya que confiere derechos elementales de la ciudadanía en un plano universal”. Finalmente, liberalismo, capitalismo y democracia, no sólo se habían impuesto al comunismo, sino que en esta “nueva historia”, también eran compatibles.

Es importante señalar que los planteamientos de Fukuyama coincidieron con el surgimiento del llamado Consenso de Washington, un instrumento fundamental para expandir el capitalismo a nivel global, así como el llamado “ajuste estructural”, que no era otra cosa que el reajuste y la readaptación de los capitalismos, tanto de los países centrales como de los periféricos, a las nuevas condiciones y exigencias de una nueva etapa de un capitalismo global sin comunismo. Estados Unidos lograba una hegemonía igualmente global que unía por fin la democracia (liberal) con un capitalismo neoliberal. Se dejaba de lado lo que se llamó el pacto keynesiano, que permitió el desarrollo de los Estados de Bienestar.3 Si bien este “pacto neoliberal” tiene excepciones como los casos de Perú, Chile y Argentina, donde las políticas neoliberales se aplicaron bajo regímenes autoritarios, lo cierto es que los años ochenta y noventa fueron de optimismo respecto a la democracia, como también a la aplicación de políticas que promovían la llamada economía de mercado.

Sin embargo, no bien comenzó el nuevo milenio, esta suerte de matrimonio entre democracia liberal y neoliberalismo comenzó a mostrar sus limitaciones y el rechazo de los países, sobre todo de los sectores populares. Incluso varios intelectuales, el propio Fukuyama entre ellos, tomaron distancia; aquél no sólo de sus tesis iniciales sobre el fin de la Historia, sino también del pensamiento neoconservador que estaba a la base de teorías sobre la democracia.4

Si el pacto keynesiano funcionó durante varias décadas, más allá de sus limitaciones, lo contrario sucedió con el matrimonio entre democracia y neoliberalismo, que dura sólo unos cuantos años. Su vida, es decir, su hegemonía, fue corta, accidentada y sobre todo conflictiva. Hoy, a diferencia de las miradas optimistas de los noventa, lo que existe es un pesimismo tanto económico como político. Se ha comenzado a hablar de una fatiga democrática y del cansancio del liberalismo, lo que lleva a la pregunta de si estamos ante “un rechazo mundial de la democracia liberal y su sustitución por un tipo de autoritarismo populista”.5. La crisis es tan profunda, que hoy se habla de un anarcocapitalismo como una suerte de sustituto del neoliberalismo, y hasta se discute la posibilidad de una tercera guerra mundial como consecuencia de los diversos conflictos regionales, donde destacan la guerra entre Rusia y Ucrania, como también el genocidio en Gaza por el gobierno de Israel. La diplomacia, como las instituciones internacionales, han entrado en franca decadencia.

La fatiga de la democracia

De las varias causas que explican la fatiga y el rechazo a la democracia considero que dos son las más importantes. La primera, como afirma Christopher Lasch, es la “rebelión de las elites”; la segunda, son las enormes desigualdades que crea el capitalismo global.

Annie Kriegel (1926-1995) escribió varios libros sobre el comunismo. En uno de ellos, “Las internacionales obreras (1864-1943)”, afirmaba que: “mientras los comunistas a fines de la década del veinte miraban el mundo y la revolución mundial, los obreros miraban las fronteras”. Al poco tiempo, como sabemos, se instaló el fascismo en una buena parte de Europa. Luego llegó la Segunda Guerra Mundial.

En 1995, el norteamericano Christopher Lasch publicó “La rebelión de las elites y la traición de la democracia”. Lasch, que fue acusado de antiliberal por algunos intelectuales progresistas de ese país, sostenía que las élites, “que controlan el flujo internacional del dinero y la información (y que fijan) los términos del debate público” habían perdido la fe en los valores occidentales. Se podría decir que huían hacia el mundo globalizado y hacia un cosmopolitismo sin raíces nacionales. Las masas se quedaban con el Estado-Nación y las fronteras, y las élites con el “mundo”.

Algo parecido afirmará más recientemente el historiador Niall Ferguson en un artículo en el diario El País titulado "La élite global y la Nación-Estado" (17/10/16): “mientras las élites miran admiradas el proceso de globalización y se divierten con el ‘champán y el caviar beluga’, los trabajadores comienzan a mirar las fronteras y hasta lanzan diatribas contra los privilegiados…los ricos y los poderosos”. Para Ferguson, se trata de una nueva guerra de clases: “De un lado, los ciudadanos del mundo —los Weltbürger—Tenemos como mínimo dos pasaportes. Hablamos como mínimo tres idiomas y tenemos como mínimo cuatro casas. Del otro lado, llenos de resentimiento contra nosotros, ustedes, los ciudadanos de la Nación-Estado. Tienen un pasaporte, como mucho. Detestan las pocas palabras del francés que aprendieron en el colegio. Y viven a tiro de piedra de sus padres o sus hijos. Adivinen qué grupo es más numeroso. Por muchas donaciones que haga la élite globalizada, tanto filantrópicas como políticas, nunca podríamos compensar esa disparidad”.

En realidad, fue esta fuga de las élites hacia un mundo que ellos mismos controlaban, la que profundizó las divisiones sociales, tanto entre grupos como también entre países. Fue en este contexto que aparecieron los movimientos antiglobalización de izquierda y de derecha. También los partidos de ultraderecha que proclamaban sus posturas anti élite y se mostraban abiertamente contrarios a las reivindicaciones de las mujeres y de las personas migrantes. Movimientos que cuestionaban la democracia liberal y reivindicaban gobiernos autoritarios, que hoy reciben el calificativo de “democracias híbridas”.

La segunda cuestión es el desarrollo del libre mercado tanto a nivel global como nacional bajo una óptica neoliberal, reacia a la política y a las intervenciones en el mercado. Las políticas de ajuste, en verdad, priorizaron la democracia, haciendo más incompatible su relación con el capitalismo, punto crucial que para Adam Przeworski 6 explica el desgaste institucional y la polarización en una democracia.

Lester Thurow ha señalado que el capitalismo y la democracia “tienen muy diferentes puntos de vista acerca de la distribución adecuada del poder”. Mientras que “la democracia aboga por una distribución absolutamente igual del poder político, ‘un hombre un voto’, el capitalismo sostiene el derecho de los económicamente competentes para expulsar a los incompetentes del ámbito comercial y dejarlos librados a la extinción económica. La eficiencia capitalista consiste en la supervivencia del más apto y las desigualdades en el poder adquisitivo. Para decirlo de forma más dura, el capitalismo es perfectamente compatible con la esclavitud.”7

Sin embargo, Thurow afirma que en las sociedades democráticas avanzadas, la supervivencia de ambos sistemas (capitalismo y democracia) se explica porque las fuentes de poder son “la riqueza y la posición política”. Pero también, porque “el gobierno ha sido activamente utilizado para alterar los rendimientos del mercado y generar una distribución del ingreso más pareja de la que habría existido si se hubiera dejado actuar libremente al mercado”. Hay que tomar en cuenta que el principio legitimador de la democracia es la promesa de la igualdad, mientras que el del capitalismo es la ganancia. Si se quiere, el gobierno democrático (y la política), corrige al mercado al incorporar y hasta imponer otras políticas, otros principios distributivos y garantizar, vía los derechos civiles, sociales y económicos, que la política devenga en fuente de poder y de igualdad, como también de contrapeso frente al mercado.

El problema con el neoliberalismo es que no se planteó, y menos resolvió estas dificultades, al considerar que cualquier intervención del Estado o del gobierno en la economía era un atentado a la libertad individual y a la propiedad privada. Asuntos como la pobreza y la desigualdad terminaron por erosionar las bases mismas de la sociedad y de la convivencia política y social. La polarización que hoy se vive en nuestra región, pero también en otros países, es un ejemplo de esta erosión.

Para los neoliberales es más importante el consumidor que elige en el mercado, que el ciudadano que vota en una democracia. Como dicen Milton y Rose Friedman: “la libertad económica es un requisito esencial de la libertad política. Al permitir que las personas cooperen entre sí sin coacción de un centro decisorio, la libertad económica reduce el área sobre la que se ejerce el poder político.”8 Por eso no nos debe extrañar que para el presidente argentino Javier Milei, el Estado sea una “organización criminal” y los políticos “una casta y una banda ladrones”. En realidad, el anarcocapitalismo no sólo es una etapa superior del neoliberalismo sino la transformación de la política y de la democracia en una “guerra de clases”.

Footnotes

  1. Dojas, A. Amenazas, Respuestas y Régimen Político. Entre la legítima defensa y la intervención preventiva, EUDEBA, Buenos Aires, 2011.

  2. "Capitalism and Democracy: The Missing Link," Journal of Democracy, Vol. 3, no. 3, July 1992.

  3. Al respecto, ver: Przeworski, Adam: Capitalismo y Socialdemocracia. Edit. Alianza Universidad. México 1990.

  4. Ver: America at the Crossroads: Democracy, Power, and the Neoconservative Legacy. New Haven: Yale University Press, 2006. En castellano como América en la encrucijada. Democracia, poder y herencia neoconservadora. Ediciones B. Barcelona 2007.

  5. Appadurai, Arjun: “Fatiga democrática”. En: Santiago Alba Rico, coord. El gran retroceso. Un debate internacional sobre el reto urgente de reconducir el rumbo de la democracia. Barcelona: Seix Barral, 2017, p. 35.

  6. Przeworski, Adam. La crisis de la democracia. Buenos Aires: Siglo XXI, 2022.

  7. Thurow, Lester. El futuro del capitalismo. Buenos Aires: Vergara, 1996, p. 258.

  8. Friedman, Milton y Friedman, Rose. Libertad de elegir. Hacia un nuevo liberalismo económico. Madrid: Grijalbo, 1981, p. 1.

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