Los tiempos se vuelven más difíciles
Sobre Permaneceremos hasta el final. Hardcore, Lima-Perú (1985-1989), de Carlos Torres Rontondo y Richard Nossar
Los tiempos se vuelven más difíciles Tengo que golpear con más fuerza Ataque Frontal, “Memorias”
En el jirón Chota está el Perineo Bar. La asociación es evidente. Ubicado en un segundo piso, es posible sentir de antemano la vibración del edificio gracias a la costumbre de tocar tan fuerte como sea posible y destrozar tímpanos. Entre carretillas, latas y jaladores una pinta en negro se inscribe justo a la izquierda de su entrada: SOLO PUNK-HXC. Perineo es refugio de percusiones agresivas y sonidos abrasivos: casa de la escena underground que subsiste en Lima desde hace décadas, es uno de los locales donde todavía se puede tocar con cierta libertad en la ciudad. Es el primer domingo de marzo y el bochorno que persiste hacia la noche se acentúa con violencia en el mismísimo centro del pogo. Atravesando las aglomeraciones en el corredor para agarrar el mejor ángulo y recibir un poco de aire, me encuentro a Óscar Reátegui, guitarrista de Dios Hastío.
Perineo no tendrá más de dos años de existencia, pero se me hace familiar estar aquí, y es más familiar aún encontrarse a Óscar entre mesas repletas de fanzines, cassettes y parches. Nos saludamos porque nos reconocemos. Hablar con él es fácil. Entre comentarios me pregunta si yo fui la que se llevó uno de los ejemplares Permaneceremos hasta el final. De ahí me recuerda. Y es que hace un mes en este mismo bar aproveché en llevármelo por simple curiosidad. Hay que conocer lo que a una le gusta —y entre otras cosas, me gusta el hardcore—. Óscar me invita cerveza. Mientras agarra un vaso lo escucho decir “buen libro… y lo mejor es que cuenta las cosas tal y como fueron”. Tomo aliento para decirle algo, pero me interrumpe. Antes de pedirle que explique eso de “contar las cosas tal y como son”, Óscar señala casi como un reflejo el pogo. “Vamos”. La conversación se acaba para darle lugar al ruido. Y al calor. La noche pasa rápido. Aunque no volvimos a hablar más, esas palabras quedaron bien grabadas en mi cabeza.
Permaneceremos hasta el final. Hardcore, Lima-Perú 1985-1989 (2023) de Carlos Torres Rotondo y Richard Nossar es varias cosas: una podría empezar diciendo que una gran parte del libro está centrada en hacer una reconstrucción historiográfica exhaustiva de la escena del hardcore limeño en sus inicios. Y esto es cierto, como es tan cierto decir que es una reunión de testimonios de quienes participaron activamente en su escena —empezando por los propios autores—. Permaneceremos hasta el final es parte de una serie de publicaciones que hacen autopsia de la movida musical durante la década del ochenta, sí. Sin embargo, en mi opinión, su mayor virtud no se encuentra únicamente en su capacidad de documentar o “estudiar” una escena en particular. No es un “estudio”, propiamente. Es un testimonio. Cualquier aficionado al género tendría que leerlo: la escritura de este libro hace accesible el flujo de información que acompaña el relato, aunque haya que seguirle el ritmo a distintos momentos poblados de personajes, lugares o situaciones con los que no necesariamente se está tan familiarizado desde un principio.
Con más razón, quienes estén interesados en los procesos y transformaciones de nuestras incipientes industrias culturales deberían leerlo: hay un claro conocimiento de mecanismos y herramientas para la autogestión que se transmiten y perfeccionan, o se reinventan, a partir de la historia del amplio espectro del under en nuestro país. Tal como está bien documentado en diversas publicaciones sobre la escena musical durante la década del ochenta, es posible observar a través del relato de Torres Rotondo y Nossar las formas de organización y producción del hardcore local para constituirse como una escena: desde la publicación de fanzines —donde hay producción crítica e ideológica con respecto al estado actual de la escena—, la grabación y circulación de cassettes, la organización de espacios y conciertos, etcétera. En realidad, todas estas estrategias son compartidas con casi toda escena que se define desde la autonomía frente a la precariedad del medio, o frente a las amenazas de su propio contexto.
Esto es palpable no solo al revisar los mecanismos de organización que subsistían en la movida del llamado “rock subterráneo”. Diría que otro aspecto muy bien documentado es el contacto —y posterior incorporación a una escena global— con las redes de hardcore punk en el extranjero, a través de comunicaciones y colaboraciones por correspondencia. Si bien los contextos en los que surge el hardcore en el norte global pueden variar, lo cierto es que el espíritu primigenio del DIY (do it yourself) permanece como semblante de toda subcultura que se define por la impronta contestataria, más allá de agendas o prácticas políticas particulares. No quiero decir que lo que sucedió aquí sea solo una importación estética, más bien hay una recepción y asimilación de la actitud y ética hardcore en respuesta a la crisis social. Esa asimilación también es una respuesta a la actitud “subte” del momento. Sin embargo, a pesar de las diferencias discursivas o estéticas, la idea que persiste en distintos momentos de este libro es el factor de lo colectivo como indispensable para sobrevivir a lo adverso, a pesar de los conflictos que subsistían internamente en esta escena.
Si algo diferencia a este libro de otras publicaciones de corte más académico es la posición desde la que nos hablan los testigos de la época. Habría que tener en cuenta que las intenciones de Torres Rotondo y Nossar son bastante explícitas: hay un par de cuentas por saldar al contar una historia que podría haber sido opacada o absorbida por el relato general del rock subterráneo en los ochenta. Y no es una historia cualquiera. Es una historia que se cuenta desde primera persona. Una historia a la que los autores pertenecen. Al respecto, hay dos dimensiones que me gustaría señalar.
La primera tiene que ver con las discusiones directas que existen en el libro. A partir de una crítica al ensayo “El problema primario del Perú es el pituco” del antropólogo Shane Greene,1 se formula, desde la trinchera del hardcore, una respuesta sobre la escisión entre “pitupunks” y “cholopunks” en los años ochenta.
Aunque los testimonios e información de ambas fuentes no son muy distintas, hay un aterrizaje sobre los personajes que participaron en el conflicto. Finalmente, este aparece como una impostura motivada por (1) el momento político —es impensable que las tensiones de la época no se manifestasen de alguna manera en aquellos espacios— y (2) una férrea necesidad de autoafirmación a partir de ser el “más auténtico” en contraposición al “posero”. Esta respuesta termina atribuyéndole a Greene un halo de “deshonestidad intelectual” por asumir como cierta tal impostura para estudiar la escisión y darle la “verdad histórica” a los “antitucos”.
Si bien es cierto que un análisis de clase de aquella escena heterogénea y disímil no resiste a una división radical tal y como se planteó en su momento, creo que las versiones desde lo hardcore no terminan por contestar un hecho innegable: que sí existieron elementos de clase y raza que marcaron diferencias en el desarrollo de ambas escenas, muy a pesar de la ética hardcore —fundamentalmente arraigada en la solidaridad—, y reconociendo que pertenecer a dicho espacio significó un cuestionamiento activo a las formas reaccionarias de socialización de la clase media. Claro que el que existan diferencias importantes no significa que los actores del momento fueran activos clasistas o racistas, finalmente el asunto no va por ahí. De cualquier modo, hay una gran preocupación por contestarle a Greene, al punto que autores y entrevistados se posicionan a su vez como una versión auténtica, en tanto parte de la vivencia directa y no de una interpretación discursiva, quizá soslayando que la experiencia también está mediada por circunstancias e intereses y no puede ser nunca total ni siempre llega a ser crítica.
De otro lado, está la ausencia de figuras femeninas en la escena del hardcore. De este pie siempre cojea el under, por más radicales o contestatarios que se denominen. Existen una serie de antecedentes en el estudio de la escena subterránea que señalan aquella ausencia como no casual, y más bien identifican aquellos espacios como masculinos en casi su totalidad —incluso abiertamente hostiles a las mujeres que pertenecían a la movida—. En Permaneceremos hasta el final se aborda de dos formas el asunto: primero, hay una mención explícita a las pocas mujeres que asistían a los conciertos; segundo, hay un reconocimiento del problema, pero en todo caso aquella ausencia no se debe a una conspiración machista. Hacen bien los autores en reconocer que, efectivamente, el problema es complejo —en la medida en que hay una serie de condiciones que intervienen en esa ausencia—. Sin embargo, encararlo desde el “nosotros nunca prohibimos a las mujeres estar aquí” es desentenderse de aquella complejidad que se arrastra hasta nuestros días en las escenas del under. Claro, los actores de ese momento ya no juegan un papel fundamental para lo que sucede ahora y no van a solucionar el asunto, pero al ser referentes para la producción actual no está de más exigir una elaboración un poco más crítica sobre el punto.
La segunda cosa que quiero señalar tiene que ver con una dimensión mucho más personal sobre cómo se vivió esa época. Debo admitir que en mi lectura es lo que más me emociona del libro. Si bien contamos con la intervención testimonial de personajes influyentes (la lista es larga) en nuestro ecosistema musical, en principio habría que recordar que hablamos de un momento en el que la mayoría era adolescente. Chibolos movidos por la música, en principio. Más allá de las diferentes formas en las que se involucraron en la escena, o de la importancia que eventualmente toma esta al pasar los años, —o de los chongos, las riñas personales y las amistades— lo que cuenta Permaneceremos hasta el final es una historia sobre cómo los espacios colectivos también son fundamentales para la transformación personal. Cómo la música es tan importante para nuestras vidas. En un contexto como la violencia política de los ochenta, escenas como esta fueron determinantes para muchas personas que terminaron tocando la vida de otras personas. Una cadena de transformaciones que subsiste hasta hoy. Y creo que cuando Óscar me decía que este libro “cuenta las cosas tal y como fueron”, más allá de los hechos y versiones, hay una referencia directa a esa dimensión que se pierde en los estudios académicos o los recuentos historiográficos.
La clausura de la Jato Hardcore en 1989 cierra amargamente este libro, para luego transportarnos al presente en su epílogo. El cierre de la Jato solo es el final de una época, no de una escena en particular. Lo que sigue en los noventa es otra historia. Las presencias del hoy nos indican que no es un circuito o una historia cerrada: la cadena de legados e influencias me trae aquí, en pleno 2024, al Perineo Bar. Los ecos del pasado nos revientan los sesos en plena adversidad para los circuitos culturales independientes. En un contexto de urgencias políticas y precarización de nuestro ya precario medio, donde los artistas estamos emplazados a adoptar el individualismo como doctrina para alcanzar el “éxito”, nada más fresco que darle un par de vueltas a las lecciones, aciertos y desaciertos de nuestra historia más o menos reciente. No parto de la nostalgia por lo vivido, porque ciertamente no lo viví. Más bien leo críticamente Permaneceremos hasta el final, mirando de cara a un presente caótico y un futuro incierto que exige pensar en otras transformaciones. Pensando en las glorias y derrotas que por parcelas iremos contando mañana. Mientras tanto, el pogo sigue ahí. Esperando.
Permaneceremos hasta el final. Hardcore, Lima - Perú (1985-1989), de Richard Nossar y Carlos Torres Rotondo. Ediciones Altazor, 2024. 311 p.
Footnotes
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Green, S. (2017). Pank y revolución: Siete interpretaciones de la realidad subterránea (Julio Durán, trad.). Lima. Pesopluma. ↩