Nada es lo que parece: el regreso de quien siempre estuvo ahí
Sobre Un avión que se estrella todos los días, de Gastón Agurto
En Un avión que se estrella todos los días, tercer libro de Gastón Agurto, el autor despliega una poesía equilibrada y versátil, engañosa en su aparente sencillez, que impacta por la sutileza y la eficacia de sus recursos. La precisión de la mirada y su adecuada traslación a un relato, indistintamente memorable o inquietante, le permiten metabolizar la influencia de autores centrales del canon poético peruano, hasta consolidar una voz personal e intransferible.
A lo largo de treinta y cinco poemas, divididos en cinco secciones (Nada es lo que parece, Peruvian soldiers, Fuerzas sobrenaturales, Miedo y Un animal prehistórico), Agurto compone una escritura que es emotiva, sin ser lírica o sentimental. De este modo apela a la narración sin incidir en el testimonio, lo confesional o algún tipo de épica. Sus historias, externamente cotidianas, trazan parábolas de cierto didactismo moral, pero, ante todo, invitan a la aceptación de la incertidumbre inherente a toda existencia. Mediante el coloquialismo y la amabilidad del tono, la mirada del poeta rescata del olvido un conjunto de anécdotas y visiones. Así, una voz que se distingue por su contención y empatía asedia constantemente lo memorable y lo trascendente que se esconde en situaciones pretendidamente nimias.
La apuesta formal de Un avión que se estrella todos los días es por una poesía comunicacional, pero que no renuncia a ser sofisticada, que respeta en todo momento al lector, sin imponerle ningún alarde formal o intelectual. Una peculiar contención lo guarda incluso de cualquier exaltación o reflexión explícita. La propuesta, como hemos sugerido, cuenta con antecedentes consagrados en la tradición poética peruana, como Juan Gonzalo Rose (el enfoque emocional), Antonio Cisneros (la observación desmitificadora) y José Watanabe (la enseñanza moral), pero a su vez es personalísima en su universo y motivaciones. Quizá, entre todos sus recursos, sobresalga su inclinación a la fábula, a través de la cual la crónica y la memoria edifican peculiares y certeras parábolas. Tras un silencio de casi veinticinco años, Gastón Agurto conserva y depura un rasgo observable ya en libros previos (Comer carne humana, 1994 y Nadie se mueva, 1999), aspecto que recoge, sin duda, el aprendizaje de una larga labor periodística. Resulta crucial de este modo la paciencia empleada para escoger y desarrollar motivos y personajes, hasta transformarlos por medio de una mirada equidistante, pero siempre compasiva.
Otro influjo importante sería el de Julio Ramón Ribeyro, con quien el autor coincide en la sostenida observación de la clase media urbana, sus hábitos y rituales: paisaje y paisanaje. Una inclinación que responde a una cuestión de identificación y cercanía, pues el poeta no se ve obligado a arrogarse la voz de terceros por mera conciencia cívica. Sin embargo, su mirada, que desnuda tanto como acoge, le permite reconocer ocasionalmente asuntos inéditos, como en el poema “Birdman”, en el que trata los flujos migratorios que, en el siglo XXI, ya no son exclusivamente los del campo a la ciudad:
El muchacho extranjero que trabaja
metido en un disfraz de pollo
ve en el televisor del puesto
de comida callejera,
donde cena sin levantar la cabeza del plato,
a uno de los apóstoles del apocalipsis [...]
En el siguiente paradero, el metro se detiene
y, en cuestión de segundos, el vagón
se repleta de pasajeros con abrigos húmedos.
El muchacho extranjero abraza su cabeza de pollo
y continúa el viaje solo y en silencio.
Con cautela y parsimonia, Gastón Agurto reconstruye un entorno con el que se relaciona tanto por el absurdo como por la empatía. En consecuencia, a menudo desliza entre sus personajes una sutil crítica social, en la que se detecta, asimismo, cierta recatada rebeldía. Nuevamente, surge otra lección canónica: coincide aquí con José María Eguren al recrear la realidad a través de veladuras, pero atenuando el simbolismo y la imaginación. Un siglo después, la ciudad ha cambiado tanto como las estrategias adecuadas para retratarla.
A lo largo de poco más de medio centenar de páginas, en este libro desfilan personajes que componen una particular fauna urbana: vecinos, vendedores, payasos y hasta ancianas míticas, recuperados en muchos casos desde la mirada infantil (incluso, alterando el género del narrador, como en el memorable “Cuando éramos niñas”). Es muy adecuado el recurso del desdoblamiento, que permite observar como ser observado. Siguiendo tales principios, los poemas logran plasmar la extrañeza de una sociedad en descomposición, registrando sus inevitables contrastes: aquellos precisamente invisibles a las mayorías por la frecuentación o la indiferencia. Envuelto en un impreciso y agobiante barullo, el poeta parece preguntarse cuál es su lugar en un desfile más teratológico que onírico, como en el poema “Mi amigo el gorila”:
Hoy hubo show navideño en el bar de striptease:
el Grinch y un elenco de enanas en babydoll
con cornamentas de utilería,
que hacían de entusiastas renos de Papá Noel,
ofrecieron un espectáculo digno de las mejores capitales.
[...]
Ahí vamos de regreso, mi amigo el gorila y yo.
Tambaleándonos por la cubierta
de una calle estrecha, aguaitando en ventanas ajenas,
orinando al pie de los arbolitos de Navidad.
Los perros nos ladran, pero tienen cuidado
de no acercarse demasiado:
mi amigo el gorila es dos o tres cabezas
más grande que yo.
Mediante este sólido conjunto de recursos, el poeta erige la crónica de un estado de ánimo personal, pero también el registro de un espacio específico (como hiciera Carlos López Degregori en Cielo forzado con una Lima acechada por la violencia terrorista en los ochenta). Sin recurrir nunca al cliché de la violencia urbana, mucho de la sordidez de una sociedad deshumanizada se filtra en estos textos, incluso con cierta agresividad contenida. El observador, desvaído también, apenas ya protagonista, reduce el conflicto o incluso lo evita, quizá buscando así hacerlo tolerable. Y, sin embargo, jamás cede a la indiferencia.
Por ende, lo que destaca ante todo en Un avión que se estrella todos los días es el rescate de escenas íntimas en las que la poesía constituye un ritual privado, abierto siempre a la posibilidad de una vida interior. De allí que en todo el libro se reconozca una sostenida propensión hacia lo secreto y lo inquietante. Asunto que sólo se aprecia cabalmente en la parábola íntegra del poema, al que difícilmente puede extirpársele algún verso (una constatación de lo alejada de esta propuesta con respecto a lo decorativo). Así, recuperamos en su integridad “Fuerzas sobrenaturales”, un breve texto cuyo título ya supone cierta declaración de principios:
Vi que la luz de la habitación
de mi difunto amigo Max
se encendía algunas noches
e imaginé que era su padre,
entrando en silencio
a comprobar que sus cosas estuvieran
intactas.
El afiche de Farrah Fawcett
y los soldaditos de plástico
levantando por todas partes
sus amenazantes armas de guerra.
Para el poeta, los juguetes pueden cobrar vida cuando no los vemos, pues nosotros mismos somos juguetes de algún ser invisible, ya irremediablemente perdido. No obstante, fuera de la plenitud de sus sugerencias, en los textos de Un avión que se estrella todos los días se evidencia que el logro artístico siempre se antepone a la simple catarsis emocional.
Pese a la estratégica distancia y a la objetividad (lecciones de Brecht y William Carlos Williams), la obsesión del poeta Gastón Agurto lo impele a escudriñar el otro lado de la vida, la cara oculta que esconden los acontecimientos y sus protagonistas. Su mirada se desplaza con solvencia del extrañamiento, aquella desfamiliarización como marca de lo poético que señalaban los formalistas rusos, hacia una exploración de lo siniestro freudiano. Pese a la aceptación consciente de la incertidumbre, la pulsión se impone hasta hacerlo asumir el frágil poder de una mirada que desvela y revela: ojos ante los que aparecen la magia y el estupor agazapado en lo ordinario.
Entonces, el objetivo primordial de los poemas de Un avión que se estrella todos los días implicaría proponer un giro, a la vez sensato y modesto, dentro de la experiencia cotidiana, acercándose a mostrar cierta compasión u ofrecer algún consuelo. Nuestras vidas, finalmente, tienen mucho de representación y de miniatura, como en el Belén y el ataúd flotante que, con gran pertinencia, abren y cierran el libro. Quizá, mientras haya tiempo, debamos aprender a ser más tolerantes y generosos. El poeta cumple de esta manera con actualizar una sabiduría muy antigua: más allá de circunstancias y diferencias, estamos todos juntos en un viaje hacia ninguna parte.
Un avión que se estrella todos los días, Gastón Agurto. Lima: Editorial Santo Oficio, 2023. 54 p.