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Universidades peruanas

Llorar o estudiar, he ahí un dilema

Una mirada a la salud mental en la universidad

Llorar o estudiar, he ahí un dilema
Ícono | Collage de Ivo Urrunaga

La proliferación de diagnósticos psiquiátricos en el mundo es una realidad. Muchos de los que buscan ayuda psicológica, sobre todo jóvenes, piden explícitamente ser diagnosticados y varios ya llegan con sospechas de lo que podrían tener. Han buscado sus síntomas en google o se han comparado con alguien cercano que también tiene un diagnóstico, “algo parecido” les pasa. Es un hecho que los jóvenes hoy en día hablan de sí mismos con fuerte influencia psicopatológica: “tengo un TLP”, “mi novia es TCA”, “estoy entre un TDAH y un TAG”, “siempre me han dicho que soy un F32 pero no me queda claro si ‘punto 2’ o ‘punto 3’”. El empleo corriente de nomenclaturas técnicas de la psiquiatría, hasta no mucho restringidas a ciertos espacios y personal calificado, nos hablan de cambios sociales que debemos identificar e incluir en el análisis.

Pensemos qué nos dicen los ejemplos dados. ¿Qué nos dicen esas siglas? ¿Qué dice de sí mismo alguien que se presenta como una sigla? Que hay una substitución del nombre, que se identifica con el significado de la sigla… y no mucho más. No es que sean malos ejemplos, es que el drama es precisamente ese, que no dicen mucho más ni siquiera para los clínicos, pues sabemos que apenas son un puñado de criterios diagnósticos aplicados de forma estandarizada a cualquiera que encaje con ellos.

Las siglas y lo que representan no hablan por sí solas, en nada presentan al sujeto. No dicen quién es, qué desea, cómo ha vivido o cómo quiere vivir. O de repente sí dicen algo interesante: que sufren, que se trata de gente que sufre. Mejora la comprensión si observamos que la apropiación, la identificación con la sigla, habla de un sufrimiento tan íntimo que no deja al sujeto (al punto que lo acompaña como nuestro propio nombre nos acompaña), y tan ajeno y distante de uno como lo que en verdad es: siglas que hablan de categorías que solo existen o dejan de existir por convenciones, que nos auxilian a los clínicos para compartir criterios mínimos de diagnóstico pero que, en contrapartida, multitudes deben entrar con calzador.

En pocas palabras, hablar en siglas, presentarse o identificarse como tal, es gritarle al mundo sobre un sufrimiento profundamente hondo a través de su más flagrante superficie: un sufrimiento del que poco o nada se sabe o quiere saber.

Este es un fenómeno “nuevo”. Hablamos en términos diferentes, con referencias que hasta hace poco eran inusuales, lo que indica que algo cambió en la forma en cómo procesamos internamente el ser sujetos de los tiempos actuales. El giro es plenamente verificable en las universidades, la demanda por ayuda psicológica es distinta. ¿Cómo están respondiendo las universidades? ¿Piensan en ese dato para entender algo sobre sí mismas, o sobre sus estudiantes, o sobre la sociedad que nos envuelve? Las respuestas nos llevan por diferentes escenarios.

Historizar y no naturalizar

La locura siempre fue una experiencia oscura, insondable, que inquietó al ser humano en cualquier tiempo y cultura. Pero fue Occidente quien más variación tuvo en sus respuestas. El loco pasó, de sujeto de la convivencia social, a ser el marginal de las ciudades en expansión, luego el abyecto y finalmente el peligroso que había que encerrar y castigar.

Con la revolución francesa una lógica empieza a cambiar. Se propone “un trato más humano” pues la locura, como lo entiende la ciencia en este momento, si no es por herencia o lesión orgánica, es un daño moral que debe ser tratado. El loco no tiene la culpa de serlo, está “alienado” de sí mismo. El médico, el llamado alienista, es al mismo tiempo autoridad científica y portavoz de la moral de una época. El tratamiento estará basado en una vigilancia y control rigurosos, con criterios jurídicos, religiosos, pero también paternalistas. La tradición humanista busca la restitución familiar, el alienado debe reinsertarse en su comunidad.

Es importante notar la dimensión relacional del tratamiento moral porque, bajo otros ropajes, es lo que sigue estando en disputa. En este momento la medicina propone una idea de cura a través de diversas formas de relacionarse con el paciente: actividades sociales, cuidado de animales, largas caminatas. Pero cuando la medicina, especialmente la psiquiatría, gana fuerza en el siglo XIX, radicaliza su cientificidad “limpiándose” de interferencias. La precisión diagnóstica se entiende de forma positivista: la noción de enfermedad mental reemplaza la de alienación, la psiquiatría busca una etiología biológica, explicar la enfermedad mental en términos fisiológicos. Su único aliado es la tecnología, que transmite valores “de ahorro”, en tiempo y recursos humanos y materiales.

flickr de pronabec

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El inicio del siglo XX confirma el alejamiento entre la medicina y su modelo vincular. El relajamiento de los límites éticos en relación al otro facilita la vuelta de métodos de mayor transgresión. Es decir, de mayor violencia. El cambio es claro: se priorizan los tratamientos por lobotomía, la inducción de convulsiones, las camisas de fuerza, el aislamiento prolongado, etc.

Entre los años 50 y 70 habrá un breve paréntesis motivado por el fin de guerra, el Estado de bienestar, la antipsiquiatría y las revoluciones sociales. Se propone una ética del cuidado en el área de salud, donde la psiquiatría entabla diálogos y disputas con la psicología y el psicoanálisis, que ahora gozan de mayor solvencia y difusión académica. Surgen los primeros servicios psicopedagógicos en las universidades, atendiendo la organización intelectual, cognitiva, de los estudiantes en relación a su carrera. No hay idea de salud mental como se entiende hoy, la noción de enfermedad mental está drásticamente asociada al hospital psiquiátrico. Sin embargo, debido a que la medicina no encuentra una etiología fisiológica para su idea de enfermedad mental debe ceder terreno a un concepto menos categórico. Eso de “enfermedad” mental se había convertido en un oxímoron. La noción de trastorno mental admitirá la comprensión multidimensional desde un enfoque biopsicosocial.

Contextualizar la salud mental en las Universidades

Reconocer el proceso histórico de la psicopatología nos permite entrar a la densidad de sus desdoblamientos actuales, especialmente cuando el paradigma médico-positivista consolida su hegemonía como modelo de ciencia, algo que evidentemente atañe a las universidades contemporáneas. El giro neoliberal que inició el mundo en los 80 produjo repercusiones en los campos de universidad y la salud necesarios de considerar. Desde los procesos de estandarización educativa 1 heredados del acuerdo de Bolonia hasta las reformas curriculares por competencias de reciente entrada a nuestro país, estas, si bien emparejaron el suelo en términos de calidad educativa también recortaron la vida autónoma de las universidades (incluso internamente), así como contribuyeron a la despolitización de las universidades, que en nuestro país se fue haciendo palpable sobre todo en las privadas.

En el campo de la salud, la medicina sufre un proceso de mercantilización con dos nuevos aliados: la farmacología, respondiendo a la perspectiva biologicista; y la ciencia estadística, justificando con mayor precisión criterios de inclusión o exclusión de las entidades psicopatológicas, pero también la participación y competitividad de la industria psicofarmacológica y la industria medicina, el servicio de salud con fines de lucro. En esa lógica, el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM), compendio oficial de la psiquiatría norteamericana y referencia internacional por el peso de su academia, en cinco ediciones pasó de tener 130 páginas a 947 en la versión actual, mientras que las 106 categorías psicopatológicas iniciales se elevaron a más de 300 hoy en día (DSM-5, 2013). La consecuente medicalización 2 de la época produjo que en los últimos treinta años las ventas de psicotrópicos se dispararan con tendencia a duplicarse en la última década en los países desarrollados.

flickr de pronabec

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El incremento en el consumo de psicofármacos solo se explica, de manera inmediata, por un exceso en el diagnóstico. La medicalización no necesariamente es una respuesta “lógica” al sufrimiento de la gente. Cuando se mira el recorrido que le hemos dado al sufrimiento humano, es decir, cómo entendemos y tratamos los trastornos mentales o la salud mental, vemos que los componentes son más sociales, psicológicos, que prioritariamente biológicos, incluyendo aquellos pocos cuadros donde hay evidencia de participación genética en su etiología.3 En cuarenta años lo que hicimos fue ampliar los márgenes de aquello que consideramos psicopatológico, invadimos el campo de la vida cotidiana y la restringimos.

En las universidades el escenario no ha sido diferente, o quizás sí pero en el mismo sentido. La experiencia de colegas en la atención psicológica en universidades públicas y privadas, así como estudios hechos en el extranjero y unos (todavía muy pocos) en el Perú, coinciden en apuntar a problemáticas similares en los motivos de consulta de los universitarios. La cantidad de estudiantes que llegan a los servicios psicológicos oscila entre un tercio y casi la mitad de matriculados, siendo aproximadamente 30% los que reciben un diagnóstico y atención especializada.4 Los cuadros encontrados también son coincidentes, de tipo ansioso o depresivo, al igual que la sintomatología, que es somática, dependiente, compulsiva, toxicómana. Además, se registra que un tercio usa, por prescripción, algún tipo de psicotrópico, sin contar los consumidores de ansiolíticos o sedantes a través de la venta sin restricciones. Por último, sin que sea un dato menor, diversos países registran que la población universitaria puede tener una prevalencia de aproximadamente diez puntos más de lo que se registra en diagnósticos psiquiátricos en la sociedad.5

Nos preguntamos qué nos quieren decir estos datos. La información revisada tiende a explicar esa variación por la presión que implican los estudios superiores, no solo en relación al colegio sino como meta idealizada de la sociedad. Los diagnósticos en el posgrado (sobre todo en el doctorado) se concentran más en depresiones con síntomas clínicos y narrativas asociadas a no rendir como lo esperado, con el consecuente golpe que implica para la autoimagen en relación a la vida académica. En el pregrado el panorama es más variado: dependencias, consumos compulsivos, autolesiones, intentos de suicidio, ataques de pánico, agresiones, celos, pérdida de amistades, entre otros.

Por otro lado, se presenta también comprometida la motivación en el proceso formativo: faltan a clases, no leen, si leen no se concentran, piensan que tienen problemas de atención, de concentración, de memoria, dudan de la carrera elegida, intentan cambiarse, desisten, se atrasan en sus cursos, y en general, no es para menos, se sienten agotados. Aunque las quejas son difusas, inespecíficas, puede verse entre la maraña que la preocupación principal se dirige al otro, a la relación con la alteridad aunque no parece que esto sea identificado en primera instancia. Los síntomas tienen manifestaciones aparatosas, ruidosas, que si no se inscriben en el registro del cuerpo, lo hacen en el registro de la acción. Esto significa que estas expresiones del sufrimiento psíquico tienen dificultas para ser pensadas, necesitan depositarse en otro lado porque el pensamiento no las acoge. A veces es el cuerpo, a veces la actuación impulsiva.

El reto ineludible

Si las universidades han asumido la responsabilidad de convocar a jóvenes para que postulen, ingresen y pasen años fundamentales de sus vidas, deben asumir también el reto de acoger la diversidad de sus historias y necesidades. Es decir, asumir la creación y promoción de un espacio generador de vínculos que producen nuevos sentidos para la vida. Experiencia de vínculo que sea en primera o última instancia es lo que demandan los jóvenes en sus motivos de consulta psicológica, con el que nació históricamente la atención en salud mental y fue parte de la convivencia social hasta entradas las épocas oscurantistas.

flickr de pronabec

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Sin embargo, como hemos visto, el vínculo que “cura”, o mejor dicho, que repara vínculos anteriores y permite que emerja posiciones novedosas y éticas en el sujeto, es el vínculo capaz de amarrar lo personal con lo social y político. No pasa por necesariamente hacer crecer los servicios psicológicos (lo que no implica desaparecerlos tampoco, siempre una atención individualizada es un punto de apoyo) sino pensar en lógicas que nutran desde lo comunitario-institucional. Esto último es importante porque a veces las intervenciones comunitarias no tocan lo institucional, cuando ese espacio puede ser un gran productor de malestar.

El acto educativo debe ser pensado y cuidado por la institución, en sus lógicas organizativas y por los docentes y administrativos que llevan a cabo sus políticas. Esto pasa por revisar ese estilo empresarial que muchas universidades adoptaron sin necesariamente coincidir con los objetivos de lucro de la universidad. Y aunque fuera el lucro un móvil para la institución, es necesario que lo educativo no se determine por lógicas de mercado. Una cosa es la presión académica y otra la competencia despiadada por el promedio. No todos podrán ser quinto o tercio superior. Que unos lleguen implica que otros salgan: muchos son sus amigos, compañeros, colegas, parejas. Y aunque no lo fueran, no es la universidad el espacio de la zancadilla sino de la creación colectiva del conocimiento. El lenguaje competitivo que ofrece becas, prácticas o puestos de trabajo “a los mejores”, eso que ahora llaman “excelencia” y que, como un auto lujoso o la casa de los sueños, atrae a muchos con la promesa de alcanzar la gloria del buen nombre o el ingreso económico. Esto es productor de profundas ansiedades. Donde haya una vulnerabilidad, golpeará al sujeto, que mirando las vallas y sintiéndose derrotado, hasta un control de lectura se sentirá imposible.

La promoción de lo colectivo sin que la institución interfiera es más deseable que los espacios donde hasta el uso del césped o la banquita fueron institucionalizados. La circulación libre del pensamiento, libre incluso del control institucional, necesita facilidades mínimas: un salón, una pizarra, encontrar una mesa cuatro sillas y un enchufe no debería ser un trámite. Salones vacíos cerrados y vigilados, en una universidad, tienen sabor de crimen. Los proyectos académicos, sociales, políticos se crean en esos ambientes. Mediatizar el encuentro, los vínculos, con burocracias vigilantes suele estar justificado muchas veces con lógicas paternalistas, conservadoras. Cuidar el salón, la pizarra, la pantalla, el plumón. En vez de promover el cuidado responsable, la vigilancia (y el castigo) están más la mano como vimos en la historia.

El espacio universitario es un espacio de referencia y productor de referencias. Muchos jóvenes llegan desarraigados así no vengan desde lejos. En los tiempos actuales la familia puede ser su espacio de lejanía, el espacio donde más soledad se experimenta. Continuar en el anonimato de ser nadie es lo peor que puede pasarle a alguien. No solo porque lo sumerge en cuadros o síntomas que producen sufrimiento, también porque es una forma de desarticulación progresiva de los colectivos. En la universidad la gente se encuentra y produce lazos de amor y de amistad. En ellos, se experimenta compromiso, solidaridad, discusión, debate, lo que fuerza a leer, pensar, seguir discutiendo.. y en ese proceso, nacen proyectos comunes. Por algo las universidades son espacios de resistencia cuando la ofensiva conservadora avanza en la sociedad. Mientras un proyecto conservador se alimenta de miedos e inseguridades elitistas, las universidades son, o deben ser, cuerpos sociales que se mueven articuladamente por el compromiso que se fue construyendo, poquito a poquito, en la libertad de la convivencia.

Quedar ver qué universidades peruanas están caminando por esas sendas.

Footnotes

  1. Ver: Amaral y Magalhaes, 2004, Franklin Leopoldo e Silva, 2001 y Rute, Portela, Sá, Alexandre, 2008

  2. Ver Health at a Glance: Europe 2018; Chaves y Henriques, 2017; López y Salomone, 2016, Augsburger, 2004

  3. Ver Vallejo, 2011, McWilliams, 2011, Riera, Zúñiga y Carrera, 2017

  4. Ver Riveros, Hernández y Rivera, 2007, Labrador, Estupiñá y García-Vera, 2010; Santos y Siqueira, 2010, Muñoz-Martínez y Novoa-Gómez, 2012, De la Fuente y Heinze, 2015, Chau y Vilela, 2017

  5. Ver datos globales aquí y aquí; en Perú aquí, aquí; en Brasil aquí; en Chile; en Reino Unido; en Estados Unidos; en Canadá, y siguen ejemplos.

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