El conservadurismo católico decimonónico en los Andes
El enfrentamiento entre el conservadurismo católico y el liberalismo durante la segunda mitad del siglo XIX ha sido descrito por estudiosos europeos como Christopher Clark y Wolfram Kaiser bajo el concepto de guerras culturales al estilo de las pugnas entre la derecha religiosa contemporánea y los liberales en aspectos tales como el aborto, el movimiento LGBT y el multiculturalismo en las sociedades occidentales, entre otros aspectos.1 Así, movimientos sociales como Con Mis Hijos No Te Metas actúan bajo una lógica cuyos actores conciben como la pugna entre el bien y el mal.
En los casos mencionados, se expresa un correlato entre el discurso y los sectores de la sociedad que se sienten identificados con este tipo de movimientos sociales, que escapan de ser una expresión propia solamente de las élites o sectores medios para tener un fuerte componente proveniente de los sectores populares. Es decir, son multiclasistas. En el siglo XIX, por ejemplo, se hace visible un importante apoyo popular y de las élites urbanas a las posiciones conservadoras a favor de la Iglesia, que va desde procesiones o novenas hasta la participación directa en las guerras civiles. En menor medida, conocemos poco lo que ocurría en el ámbito rural; pero, en casos como los de Colombia, la movilización del campo a favor de las causas conservadoras era intensa.
La revolución de 1848, la unificación italiana y la política de Bismarck en Prusia, entre otros factores, generaron la sensación y el clima de una Iglesia Católica asediada. El papado de Pío IX (de 1846 a 1878) respondió a las posturas secularizantes con la encíclica Quanta cura y el Syllabus errorum de 1864, convertidos en los documentos fundamentales de una postura ultramontana de índole contrarrevolucionaria. Por cierto, que no se negaba la modernidad, sino que se buscaba una protegida por el manto de la civilización católica como alternativa a la secularización liberal.
Regresando a Clark y Kaiser, con la entrada del siglo XX, paulatinamente la confrontación política comenzó a asumir un acentuado cariz social. Esto también se nota con menor intensidad en los países andinos. Por ejemplo, el debate público en el Perú sobre la guerra civil española, entre 1936 y 1939, nos muestra cómo los defensores del nacionalismo (con Francisco Franco a la cabeza) no solo temían la pérdida de la influencia de la Iglesia en la sociedad española, sino también el advenimiento del marxismo, por definición contrario a la propiedad privada.2
Los orígenes
No debemos retroceder tanto en el pasado para estudiar los orígenes del conservadurismo. De la misma manera que la polaridad derecha-izquierda, este tiene un punto de partida relativamente reciente: las revoluciones atlánticas. Lo que conocemos como Antiguo Régimen presenta una concepción transcendental de la sociedad y de la política que empezó a ser cuestionada, en buena parte, con la Ilustración durante el siglo XVIII. Sin embargo, el momento que definió la centuria sería la Revolución francesa, cuando sus piedras angulares —la monarquía y la Iglesia— fueron socavadas como fundamento de la sociedad y la política, y transformaron el mundo y la concepción de la realidad de sus diferentes actores. Por lo demás, hasta la Revolución rusa, Occidente se concebía a favor o en oposición a los ideales de la Revolución de 1789.
Los trabajos sobre cultura política en Hispanoamérica tienen un punto claro en relación con sus orígenes, concebida a partir de las nociones de ciudadano y soberanía popular (además de nacional). Luego de la invasión napoleónica a la Península Ibérica en 1808, que cuestionó la legitimidad borbónica, la Constitución de Cádiz fue un cambio transcendental en el orden constitucional español; sin embargo, la historia española es un recuento de avances y retrocesos con respecto a una política liberal. Entre 1808 y 1814, para las colonias españolas en América la crisis producida por la invasión napoleónica y la apuesta política liberal y monárquica de la Cortes de Cádiz inauguran la modernidad política y el inicio de las guerras de independencia.
El conservadurismo católico estuvo presente desde las primeras décadas del siglo XIX. Al concluir las guerras de independencia, y sobre todo durante la República, emerge una preocupación en torno al papel de la Iglesia católica respecto de la relación entre religión y política. Aparece así una tendencia de los Gobiernos a considerarse herederos del Real Patronato, que era el derecho de la Corona española otorgado por Roma de poder elegir autoridades eclesiásticas en América. En consecuencia, la mayoría de constituciones hispanoamericanas mantuvieron el lazo con la Iglesia católica.
El conservadurismo andino
El conservadurismo hispanoamericano, incluyendo el de los países andinos, tiene como punto central defender un proyecto político religioso que abogó por el papel medular de la Iglesia católica en la sociedad y la política. La lectura de los conservadores era sencilla: comenzaba a visualizarse un alejamiento de la religión verdadera atribuido a que la enfermedad de la secularización se empezaba a instalar en los países hispanoamericanos. Según estos conservadores, una sociedad alejada de la Iglesia católica se arrojaba a la anarquía. Para revertir este proceso se necesitaba cristianizar a la sociedad americana.
Entre los conservadores católicos había un convencimiento que los enemigos no sólo venían de fuera; sino también, de casa: una suerte de quinta columna de católicos equivocados que absorbían la doctrina liberal, socialista, entre otras. Por ello, la Iglesia debía cristianizar o evangelizar a la población y cumplir un rol rector en la educación moral y religiosa, y, sobre todo, no se debía tolerar otros cultos.
En todos los países andinos, se desarrolló el mismo pensamiento conservador católico, si bien con rasgos nacionales, así como en el resto de los países hispanoamericanos. La organización de los grupos católicos se vinculó así al mundo asociativo, donde la participación de las mujeres fue intensa, animada por una práctica religiosa más relacionada con la ayuda a la sociedad a través de la educación, la beneficencia y la salud por medio de antiguas y nuevas órdenes religiosas de origen muchas veces europeo.
Vale la pena aclarar que, sin embargo, hubo países con una experiencia conservadora fuerte, conducidos por gobiernos que representaron estas tendencias, y otros que pasaron por experiencias de menor intensidad. De modo rápido, Ecuador y Colombia tuvieron gobiernos conservadores duros y guerras civiles muy marcadas por la cuestión religiosa. Los gobiernos de Gabriel García Moreno en Ecuador (1860-1865, 1869-1875) y de Rafael Núñez en las dos últimas dos décadas del XIX en Colombia así lo atestiguan.
En cambio, Perú o Bolivia no tuvieron experiencias similares. Por supuesto, ello no significa que no hubo un conservadurismo activo y militante. El general Manuel Ignacio Vivanco se rebeló contra Ramón Castilla por la Constitución liberal de 1856, en defensa de la religión católica. Lo derrotó Castilla, y al final se volvió a promulgar una nueva constitución moderadamente conservadora, la de 1860, que al margen de un pequeño altibajo perduró hasta 1920, en tiempos de Augusto B. Leguía.
¿Cómo explicar las diferencias entre los países andinos? Es difícil proponer un motivo estructural de tipo social, eclesiástico o de otra naturaleza. Buena parte de la razón de este disenso se relaciona con la narrativa histórica y la formación de las culturas políticas de cada país, cuyas diferencias regionales fueron generando identidades políticas de índole conservadora y católica durante el siglo XIX, fueran estas fuertes o débiles.
Algunos puntos ideológicos de los conservadores
Los conservadores imaginaron la defensa de la república católica en términos modernos, propios del siglo XIX. No buscaron un retorno al pasado. Más bien pretendieron definir una propuesta política contraria al liberalismo, y en consecuencia pensaron sus proyectos políticos en términos republicanos y católicos al mismo tiempo. ¿Qué quiere decir esto?
Las naciones hispanoamericanas, incluyendo las andinas, consideraban que sus sociedades estaban a la deriva a causa de la pérdida de la fe en la Iglesia y de la expansión de un pensamiento no católico. Asimismo, tenían una clara idea de que los filósofos del setecientos eran los causantes de tal situación. No negaban, en cambio, los avances de la ciencia y la tecnología evidenciados en los logros materiales del siglo XIX; pero estos debían convivir con la profesión de la verdadera fe. En ese sentido, el conservadurismo era imaginado como un enfrentamiento contra la secularización de la sociedad. De allí la preocupación por impartir una educación católica bajo el control de la Iglesia en los aspectos moral y religioso.
Al mismo tiempo, la expansión comercial alentó vivamente el temor a la difusión de religiones “heréticas” (protestantes). La lectura del momento al respecto advertía de una crisis religiosa cuyo origen se remontaba a los tiempos de Lutero y Calvino. Se debía entonces conservar la nación católica, y por ello fue necesario negar la posibilidad de un culto no católico. Por tal motivo se impuso la intolerancia religiosa.
El vocabulario político de los conservadores era el mismo que el de los liberales; es decir, pensaban en términos modernos, pero combatían acerca de su significado. El concepto de libertad, por ejemplo, era definido de un modo católico ultramontano, necesariamente diferente al libertinaje. La libertad tenía sus limitaciones, y la religión católica los establecía. En consecuencia, no se debía cuestionar a la Iglesia católica y a sus dogmas. Y de haber críticas, se debía censurar a la prensa.
Una cultura atlántica y católica
Desde el principio, se nota que el conservadurismo y las posturas alrededor de él no eran de naturaleza nacional; ellas se construyeron en un espacio mayor, de una dimensión atlántica (Europa y América en su conjunto). Era un mundo de circulación de ideas, de imágenes y de personas con sus cargas emocionales e intereses personales o corporativos. Se crearon así comunidades internacionales adherentes a ambas posturas, algo similar a lo ocurrido durante la Guerra Fría; de forma que un conservador católico francés vivía como algo suyo los vaivenes y propuestas del gobierno de García Moreno en el Ecuador.
Pero no todos los países eran igual de influyentes. El ultramontanismo, con su máxima expresión en el Concilio Vaticano I de Pío IX (1869-1870), miraba a Roma como centro de la cristiandad, y su liderazgo giraba alrededor del Sumo Pontífice. España, Francia y en menor medida Prusia eran países relevantes. Muchos de los sacerdotes y monjas eran originarios de una Europa enfrentada por la cuestión romana, mientras al otro lado del Atlántico había escasez de vocaciones religiosas. De igual modo, se difundieron escritos e imágenes conservadoras producidas en Europa.
Las relaciones entre los países americanos también eran intensas, avivadas por la circulación de personas a causa de un fenómeno propio de estos: el exilio. Con la gran cantidad de revoluciones y guerras civiles cuyo foco eran las diversas ciudades principales, en especial las capitales, de un lado, y las fronteras, de otro lado, se construyeron comunidades de exiliados que no dejaban la política de sus respectivos países tras de sí.
De la misma forma, la organización de la Iglesia Católica obligaba a sus miembros a estar en constante movimiento, creando comunidades políticas religiosas que transcendían los espacios nacionales. La biografía de muchos de los clérigos nos describe cómo pasaban de un país a otro y de Europa a América, y desde tiempos de Pío IX hubo también una circulación de clérigos de América a Europa, para retornar luego a sus lugares de origen.
Como apuesta política, el vínculo de América con el Viejo Mundo tuvo características propias, y no se aceptó el paquete completo del conservadurismo europeo. Así, los líderes conservadores de la Europa continental defendieron a la Iglesia y la monarquía; mientras que en América no hubo una aristocracia criolla con derechos políticos de sangre o una familia real americana, con excepción del proyecto monárquico de México. Por ello, el conservadurismo hispanoamericano se relaciona más con la defensa de la Iglesia. Incluso, los más importantes conservadores andinos respaldaron a la república. Y aunque los conservadores católicos defendieron el legado español en América, fueron los herederos de la ruptura con España. Así, por ejemplo, un conservador como el sacerdote peruano Bartolomé Herrera (Lima, 1808-Arequipa, 1864) no proponía un retorno a un sistema monárquico, sino más bien la creación de las condiciones institucionales para imponer un orden republicano. Sin embargo, Herrera era un orgulloso heredero del legado de la monarquía española en América: el catolicismo.
Footnotes
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Christopher Clark y Wofram Kaiser, “Introduction: The European Cultural Wars”, en Culture Wars Secular-Catholic in Nineteenth-Century Europe, Cambridge: Cambridge University Press, 2003, pp. 1-9. ↩
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Heraclio Bonilla, El Perú y la guerra civil española 1936-1939. La visión de la prensa peruana, Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2018. ↩