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Pandemia

La Cultura de la Sobrevivencia, las Epidemias y la Historia

La Cultura de la Sobrevivencia, las Epidemias y la Historia
"Bingdú", collage de Ivo Urrunaga

Desde hace un buen tiempo las epidemias han despertado el interés de los historiadores como quien escribe. Sin embargo, pocas veces hemos analizado el legado de las respuestas oficiales insuficientes que generalmente acompañan la secuela de las epidemias. En este texto quiero describir este legado a través del concepto de Cultura de la Sobrevivencia.1

Uno de los supuestos de tal “Cultura de la Sobrevivencia” es que no es responsabilidad de los trabajadores de la salud luchar por una reforma social que minimice la vulnerabilidad de los pobres ante las enfermedades; tan solo deben atender las emergencias con los recursos disponibles. Otro supuesto es que las enfermedades epidémicas y su control son sobre todas las cosas desafíos científicos y tecnológicos. Las trompetas triunfalistas alrededor de la ciencia y la tecnología asumen que la victoria sobre las epidemias puede alcanzarse sin intervenir en la educación, la cultura o en la mejora de las condiciones de vida de los más pobres. La realidad es más complicada.

Las epidemias magnifican problemas recurrentes como los intereses creados en la reproducción de la desigualdad y la miseria, el acoplamiento entre el negacionismo científico y el pánico, las virtudes o miserias del liderazgo político en salud y el irracional estigma contra los grupos marginales. Gracias al estudio de las epidemias, los historiadores han dado visibilidad a los problemas y dificultades de los recursos en salud. Incluyendo los recursos humanos. Los investigadores, los salubristas y los médicos que trabajan en el sector público, viven una existencia insegura, con una sobrecarga de trabajo y agobiados de labores administrativas que dejan poco tiempo para cumplir sus funciones principales: investigar, planificar y prevenir. También los historiadores de las epidemias han examinado a actores que van más allá de los héroes tradicionales; es decir los políticos, los militares y los grandes médicos, para incorporar a sus narrativas a activistas, enfermeras, pacientes, curanderos y madres de familia.

Las epidemias en la historia del siglo XX peruano siguieron un patrón donde las autoridades promovieron una salud pública paliativa y de asistencia limitada, buscando “balas mágicas” frente a los problemas de salud en un patrón que denomino Cultura de la Sobrevivencia. La glorificación de la tecnología postergaba la resolución de los problemas sociales que generaban enfermedades epidémicas, como la desnutrición, el desempleo, y la miseria. El énfasis exagerado en la tecnología estaba basado en el supuesto que tanto la disponibilidad de tecnología médica moderna como los expertos que la dominaban eran los factores cruciales para un buen programa de salud. Estos eran considerados más importantes que la capacidad de adaptar la tecnología biomédica o los consejos sanitarios a contextos específicos y culturas distintas. La impronta tecnologicista relegaba la importancia a la construcción de sistemas sanitarios sólidos, desdeñaba la participación comunitaria en el diseño de los programas de salud y olvidaba que uno de los componentes esenciales de la ciudadanía era el derecho a la salud. De esta manera, la salud oficial parecía dar algún alivio temporal, puntual, a las crisis de salud.

Asimismo, la verticalidad y el autoritarismo de la Cultura de la Sobrevivencia estuvo basada en la retroalimentación entre la discontinuidad y la fragmentación institucional. Los programas y campañas sanitarias frecuentemente acabaron diluyéndose o, a veces, interrumpiéndose abruptamente cuando no se alcanzaban los objetivos en los plazos inicialmente propuestos. Ello terminó provocando confusión y un retroceso desordenado. No se prestó la suficiente atención a la necesidad de analizar las dificultades o los logros alcanzados para iluminar los retos y las incógnitas a los que se enfrentaba la salud pública. De esta manera, la discontinuidad se volvió una característica del trabajo sanitario y se lanzaron nuevos programas y campañas sin acabar de reformar, evaluar o finalizar adecuadamente aquellos que habían enfrentado dificultades. Al mismo tiempo se reforzó una de los defectos de las burocracias gubernamentales: la incapacidad de autocriticarse.

La Cultura de la Sobrevivencia tenía componentes culturales que buscaron ser hegemónicos. En primer lugar, asumía que la racionalidad de la medicina occidental se iría imponiendo a otro tipo de prácticas sanitarias populares, como por ejemplo, las medicinas domésticas, indígenas, asiáticas o afroamericanas que eran condenadas como primitivas por la mayoría de los médicos que trabajaban en el Estado. En segundo lugar, esta Cultura inculcó una percepción limitada de la salud pública; una respuesta transitoria a las emergencias. Estas actividades fugaces crearon expectativas de corto plazo, efímeras, con respecto a mejoras en la salud de la población. Como si la salud pública oficial fuese apenas un recurso simbolizado en dádivas asistencialistas, como vacunaciones, algunas medicinas básicas y la construcción de hospitales. Como resultado, se naturalizó la alta incidencia de enfermedades infecciosas evitables entre los más pobres; lo que significó que ellos se acostumbraron a tolerar la progresiva descomposición de sus condiciones de vida. Como respuesta, las madres en las familias pobres asumieron gran parte del cuidado de la salud de los pobres en un proceso que reforzó el machismo entre los más pobres. De esta manera, la salud pública hegemónica renunció a ser una actividad que asegurase lo que se esperaba de ella en las mejores versiones del capitalismo; es decir, que junto con otros servicios sociales, como la educación pública de calidad, garantizara la igualdad de oportunidades, contribuyera al desarrollo social y permitiera el ejercicio de la ciudadanía independientemente de las marcas de nacimiento (como lugar, clase social, género o etnicidad).

Sin embargo, ésta no fue la única manera de hacer salud pública en el Perú, como indica el ejemplo solidario del médico indigenista Manuel Nuñez Butrón en el Puno de los años treinta.2 También existió, un patrón alternativo -de resistencia- generalmente minoritario, que tuvo una perspectiva más holística y que denomino Cultura de la Adversidad. Fue apoyado por trabajadores de salud locales, maestros de escuelas públicas y líderes sociales que creían en la participación comunitaria, reconocían que la diversidad cultural exigía una adaptación de los mensajes sanitarios y tenían la convicción que las demandas por la salud pública eran una tribuna para demandar profundas reformas sociales.

Los pobres no fueron tampoco pasivos a la Cultura de la Sobrevivencia. Muchos de ellos, recurrieron al autocuidado y a la medicina popular, luchando al mismo tiempo por el acceso a los limitados servicios sanitarios para diluir el dolor, proteger a sus seres queridos y postergar la muerte. Los que siguieron la Cultura de la Adversidad carecieron generalmente de un marco teórico coherente, no eran parte del núcleo de facultades universitarias o revistas científicas que los respaldasen, experimentaron problemas en conseguir el apoyo político necesario, y tuvieron dificultades en sobreponerse a las asimetrías nacionales e internacionales.

No quiero demonizar a los defensores de la Cultura de la Sobrevivencia ni endiosar a quienes apoyaron la Salud en la Adversidad. Y tampoco negar los compromisos, contradicciones e incoherencias que atravesaban a cada una de estas corrientes. Muchos de los exponentes de una u otra cultura se enfrentaron con valor a las epidemias y cuidaron de otros exponiendo sus propias vidas. Más aún, ambas tradiciones estaban atravesadas por la discontinuidad y la fragmentación. Ello revelaba las precariedades del tejido de la sociedad peruana y su inercia de vivir en ciclos y compromisos en que se repiten los problemas.

Todo ello se ha reflejado en la epidemia de COVID19 en la que buena parte de los gobiernos del mundo tuvieron problemas en reacción porque durante años habían abrazado el neoliberalismo y su envenenada doctrina que pregonaba una drástica reducción del gasto público, el desmantelamiento de los programas sociales y la imposición de tarifas en los servicios médicos públicos. De esta manera se reforzó el patrón histórico de la Cultura de la Sobrevivencia.

A veces las calamidades sanitarias nos presentan oportunidades únicas para ser mejores. En un mundo donde diferentes escándalos compiten por acaparar los medios de comunicación, las epidemias son una ocasión para que la salud pública y los científicos de todas las disciplinas reivindiquemos en voz alta la importancia de nuestros trabajos. También una oportunidad para desenmascarar la letalidad del negacionismo científico, demandar la prevención y la justicia social, y restituir y aumentar el financiamiento de los programas sanitarios públicos y de la investigación. La perspectiva histórica sobre la salud puede contribuir tanto a las ciencias sociales para comprender los patrones históricos que dictan las vicisitudes del Estado y de la ciudadanía en salud. Y también para dialogar con la sociedad en general interesada en saber qué fue y qué puede ser.

Footnotes

  1. Ver: Marcos Cueto y Steven Palmer, Medicina e Saúde Pública na América Latina: uma história. Rio de Janeiro: Editora Fiocruz, 2016. También: Marcos Cueto, Theodore Brown, Elizabeth Fee, The World Health Organization, a History. Cambridge: Cambridge University Press, 2019.

  2. Marcos Cueto, El regreso de las epidemias: Salud y sociedad en el Perú del siglo XX (2.ª ed.) [EPub]. Lima: Instituto de estudios Peruanos, 2020.

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