Sobre "Sánafabich", de Román Luján
Sánafabich (Intermezzo Tropical, 2022) de Román Luján (México, 1975) se empieza a leer como viendo una película mexicana de narcos. Se presenta un asesinato, un cadáver, dejando a la imaginación el resto de una trama violenta o de una crónica sangrienta. Pero más allá de lo impactante de este inicio titulado Ofrenda y del poema que sigue, titulado Sin otro particular, vemos, en otro plano, la aniquilación de la identidad de esas víctimas que han sido convertidas en cargamentos, transportadas en bolsas y cajas, que son convertidas en bolsas y cajas, transformadas en objetos.
Mi lectura trata de estos dos planos: el del realismo crudo en el drama de las colectividades latinoamericanas que migran a los Estados Unidos, y el del cuestionamiento a partir del vaciamiento de la identidad, un tema que va más allá de la transculturización, que conlleva a preguntarse ahora ¿qué es lo que se está formando como identidades en este mundo globalizado de incesante migración?
En un tercer plano, por supuesto, está el lenguaje en que está escrito el poemario y que nos llama la atención desde el inicio. No se trata solo de una estética derivada de la antipoesía, por su acercamiento a lo popular y al otro; por el lenguaje directo, coloquial y antirretórico. O por el uso de la ironía, la parodia y el humor negro, apelando a la exageración y al sarcasmo para subvertir la realidad y dar un mensaje. Porque justamente lo que aquí se quiere cuestionar es el “mensaje”. No es necesario ya demoler la retórica de la poesía tradicional ni aquella antigua visión de una realidad idealizada. La poesía hace tiempo que fue desacralizada junto a la figura del poeta.
En este plano, lo que vemos en Sánafabich como punto de cuestión es lo que nace entre ese “yo poético” y aquellos “sujetos migrantes”. En ese espacio o distancia, entre el choque y la asimilación, entre la intelectualización y la sensibilidad, surge este lenguaje transgresor, que no es de la “poesía del testigo” ni de la “poesía documental”. Y que tampoco se trata de un “arte político” estrictamente.
Pero volvamos al primer plano. A partir del tercer poema, Downtown-PCH, entramos al tópico de la literatura de la migración con la presentación de distintos personajes latinoamericanos legales o ilegales trabajando o sobreviviendo en los Estados Unidos.
Aquí estamos en otro tipo de violencia, no menos directa, que se simboliza con el conflicto de las lenguas, a partir de los lenguajes entrecruzados: “Se dice tamal, no t’mali/ se dice Colombia, no Columbia/ se dice cañón, no canon/ se dice Salma, no Selma/ se dice Román, no Ramán, no Ramoun, no Romiu”, son los versos iniciales del poema que da título al poemario, y que es la respuesta contundente, en una sarcástica situación de diglosia, del sujeto migrante a quien, a través del idioma anglosajón, detenta el poder.
Pero la poesía también nos habla con el silencio. El poema dice lo que no verbalizan totalmente aquellos migrantes que vienen de Oaxaca o de El Salvador. Aquel silencio poético que nos conmueve es un silencio político que habla del exterminio cultural, denuncia lo que amenaza a las palabras del migrante que no logran situarse en ese nuevo mundo, acusando la desestabilización de su lengua y la explotación del cuerpo. Es el silencio que migra de la muerte hacia la vida para interpelarnos; y la muerte es de los más vulnerables como vemos simbolizada en aquella ardilla del poema Sunset & Highland que un indigente recoge ante la indiferencia de todos.
De ese encuentro entre el lenguaje de la calle (spanglish, español mexicano, español centroamericano o español sudamericano) y el silencio del poema, de ese vacío fronterizo se erige esta nueva retórica que engloba la injuria semántica del título Sánafabich. La calle obliga al poeta a hablar como habla la calle, a contar esa realidad con un lenguaje sin adornos, sin remilgos. Porque ¿qué tan real o cierta sería la poesía si se adorna el lenguaje o si el poeta impone su poder?
Es por eso que aquí no habla solo el poeta, el hijo del lenguaje. El poeta es, principalmente, aquel que recoge esas distintas voces de aquellos hijos de la calle, como vemos en el poema El cambio está en uno mismo, donde, paradójicamente, no hay un “uno mismo”. La metáfora que trae Sánafabich es de aquella voz individual que se disuelve en colectividades, sin fijación, apátrida; es la voz de los desplazados desde la pobreza y la indigencia hacia una utopía extraviada entre la masa anónima. La conquista de la utopía al traspasar la frontera significa en realidad no una épica de la transculturación sino una fuga hacia lo desconocido o mejor, dicho, al desmadre.
En un mundo globalizado el sujeto migrante es la marca anónima de una calle de Norteamérica o del relicario o de aquel bus que suda. Los poemas son cuadros urbanos en que seres aparecen y desaparecen dejando estelas que se borran al ser lavadas por otros migrantes, empleadas de limpieza de la ciudad que las contrata por la puerta trasera. El migrante se extravía tratando de salvaguardar su identidad así como el poeta se extravía en los tránsitos de las escrituras que se movilizan en las antologías, aquellos libros que son una aglomeración de lenguajes: “A las antologías de antaño las llamaban florilegios./ Lo mejor de esa antología es la página legal./ Esa antología está destinada al fracaso./ Más que antología es una redada./ El que se mueva no sale”, dicen los versos finales del poema Deontología.
Entonces se dice “hijo de puta” y también sánafabich al que merodea, vagabundea, chocando constantemente con carteles que indican la prohibición de pasar: “hay algo putrefacto en esa prohibición/ eufemismo cobarde que no logra esconder/ su violencia debajo del pudor en cada muro”, dice la voz poética asumiendo su marginalidad desde un lenguaje que se entiende dentro de aquella violencia sistematizada.
El migrante es marginal no solo por ser una mano de obra barata, sino porque se le achaca una identidad deshabitada. Por eso, la “historia es herida pendiente flotante”, nos dice el poeta sobre los desaparecidos en el poema Suspensión. Esta apelación a la desaparición es la manifestación de la resistencia de su lenguaje en este mundo que arde, que parece consumir todo lo humano, como se ve en el poema Fosfenos.
Aun así, vemos la resistencia en el poema Snowflake donde, dándole la vuelta a esa expresión en inglés (al uso coloquial de esta palabra, a esa carga de prejuicio en el uso que hacen sectores conservadores), el poeta nos dice: “Hablamos esta lengua para reconocernos/ aunque nunca nos hayamos visto”. Estos versos son suerte de poética o lema que resume el sentido subyacente de esta narrativa de los migrantes. Nos vemos en los otros, nos reconocemos allí, en esa historia herida, pendiente y flotante, y entonces somos los otros, y también hablamos mediante los otros. Somos como copos de nieve, replicados lenguajes cotidianos, articulados con la costumbre de la supervivencia.
En Sánafabich habla un yo escindido entre las multitudes, pero a diferencia de la poesía social de antiguo cuño, aquí se deconstruye no solo el discurso colonizador sino, también, el del colonizado. Estamos en esta etapa de la posmodernidad que cuestiona el imperativo de la globalización del mercado, del usufructo cruel de la mano de obra barata, viendo a los marginados y a los desplazados como una suerte de nueva esclavitud. Es un mundo hiper tecnologizado de turistas por un lado y de inmigrantes indocumentados por otro, donde no cabe la idealización.
Y allí el poeta siente, piensa y habla desde la calle, en un proceso de deconstrucción del lenguaje del poder, de la burocracia de las naciones fundamentadas ya no por la raza ni la historia ni el idioma, sino por el dinero. El humor negro y la ironía también pertenecen a este proceso, a este desmadreamiento del lenguaje.
La identidad vaciada, la cultura esquilmada, la raza comercializada en turismo, es crítica y autocrítica en la parodia del poema De una vez: “Que nos invadan, por favor./ Nos merecemos que nos invadan, la verdad./ Modelo venezolana pide que nos invadan para tener/ hijos gringos./ Fuerzas intervencionistas: es momento de que nos/ invadan, todos estamos crudos./ No, causa, ¿sabes qué? Quiero que nos invadan./ Que nos invadan las arañas”. Todos esos planes de desarrollo para los países de Latinoamérica fracasados y vistos hasta el hartazgo con esas falsas promesas de los políticos es nuestra historia común y que se revela en este libro, en su compleja estructura social, cultural y política arraigada de un lado y otro del Río Grande.
La muerte accidental de un trabajador migrante e ilegal, es el tema del último poema del libro, Palmera de Martel: “No traías identificación. ¿Y para qué?/ No te expidieron una allá en tu tierra/ y en ésta, qué esperanza. Y además,/ ¿para qué encadenarse con palabras?/ Cuando no dejas registro en un país/ es mejor ser olvidado en el siguiente”, nos dice el poeta testigo y documentalista. Y luego acaba diciendo: “Nadie te vio morir, pero una multitud/ tuvo que hacerse cargo de tu cuerpo/ en un país para el que fuiste anónimo.”
Es en esa multitud, anónima por ahora, donde está el germen de la esperanza de convertir la indiferencia y la explotación en solidaridad y en igualdad. El poeta es el medio para que se escuchen esas voces y dejen de ser solo ruido y la discriminación por el mal uso del lenguaje. En la famosa sentencia de César Vallejo: “todo acto o voz genial viene del pueblo y va hacia él”, habría que decir pueblos, en plural, señalando la pluralidad.