Tiempo muerto
La crisis peruana se ha vuelto permanente. Tragedia y precariedad son dos características centrales del "tiempo muerto" que atraviesan la política y la sociedad.
Ilustración: Tiempo muerto, nuestra versión Quehacer de La persistencia de la memoria de Salvador Dalí. Ilustradora: jugogastrico
CONTENIDO
PRESENTACIÓN
Cuando habíamos concluido el número 14 de la revista Quehacer para publicación, ocurrió un hecho que nos llevó a retrasar su salida: la muerte del último dictador del siglo pasado en nuestro país, Alberto Fujimori. El suceso congregó a diversos sectores sociales, a líderes políticos y a partidos, incluso a aquellos que fueron enemigos jurados en el pasado. De más está decir que los funerales de Estado —gracias a una “gentileza” de la presidente Boluarte— le sirvieron al fujimorismo para levantar un poco la cabeza, victimizarse y recibir una suerte de baño de popularidad que tanto necesitan, en especial su hija Keiko, convertida hoy día en la heredera de lo que podríamos llamar la marca “fujimorista”. Si bien el devenir del fujimorismo sin Fujimori es un asunto que se tratará en el próximo número de Quehacer, nos interesa aquí presentar algunas ideas.
La primera, es que para Fujimori no correspondía ni un entierro de Estado, ni trato de expresidente, y menos aún, la declaratoria de tres días de duelo nacional. Alberto Fujimori fue el autor de un golpe de Estado que transformó a su gobierno elegido democráticamente, en un régimen autoritario civil-militar que se reeligió mediante fraude. A eso hay que sumarle la violación de los derechos humanos, la operación de grupos paramilitares, la corrupción y la imposición autoritaria de un modelo económico que solo ha servido a las elites y que ha terminado por legitimar una sociedad y una economía informales y hasta ilegales.
La segunda es caracterizar el legado político e ideológico de Alberto Fujimori, que fue una suerte de neo odriismo, es decir, de un pragmatismo político basado en el clientelismo y en el cemento, que más que un servicio a la ciudadanía, fue usado para cimentar una permanencia en el poder. El tercer punto de interés a señalar tiene que ver con el futuro liderazgo de Keiko Fujimori, obligada a reinventarse, no solo por la ausencia del padre, sino por la creciente competencia que se le presenta, sobre todo desde la derecha. Debe tomarse en cuenta tanto que la herencia del padre se construyó desde el Estado y el gobierno —experiencia de la cual carece Keiko— como que las bases políticas y los electores son sobre todo gente mayor, y los jóvenes ahora piensan distinto.
Finalmente, así como Keiko tiene que reconstruirse políticamente, sucede lo mismo con el antifujimorismo y sobre todo con una izquierda que en estos “días de luto” no fue capaz de publicar un comunicado colectivo. Me pregunto si la ausencia definitiva de Alberto Fujimori la dejó sin habla, como quien pierde a su único “enemigo”.
Al terminar esta editorial se hizo público el caso de “Chibolín”, Andrés Hurtado, un personaje que ha circulado por décadas en los bajos fondos de la televisión peruana, convertido hoy en una suerte de “influencer”, con contactos en distintos gobiernos, en el poder judicial, en la fiscalía, en el mundo empresarial y militar; pero también vinculado con negocios y empresarios turbios en estos tiempos de las economías ilegales; asesor político, elogiado por personajes como el excandidato a la presidencia Hernando de Soto, e “impulsador” de congresistas como Norma Yarrow, Maricarmen Alva, Rosalía Amuruz, Alejandro Cavero, Patricia Chirinos, políticos como César Acuña y el alcalde de Lima López Aliaga. Un personaje de novela, que regala joyas a las invitadas a su set, lo mismo que se hacía ver pagando diez mil dólares por una botella de champán, mientras ofrecía todo tipo de soluciones a los problemas de sus asesorados y colegas de farándula. Un personaje que muestra la decadencia del país, la descomposición de sus elites en una sociedad compuesta por varios submundos por los que se expande una “cultura mafiosa”, es decir, una sociedad que tolera, convive y hasta apaña lo delictivo y un Estado que aparece como fallido, incapaz de poner orden.
La carátula de este número lo dice todo. Un tiempo muerto, con una presidenta que quizá considera que su mejor logro es tener un Rolex de veinte mil dólares en la muñeca, un reloj que —si seguimos la versión de la propia Boluarte— le fue prestado por Wilfredo Oscorima, gobernador de Ayacucho, una de las regiones más pobres del país, cuna del senderismo y de un conflicto armado que duró más de una década y que dejó más de setenta mil muertos. En este contexto podemos decir que a la Presidenta y a Chibolín los unen la vanidad y la frivolidad, manifiestas en hechos que no son una “anomalía” sino más bien lo “normal nomás”, lo cotidiano.
En este número publicamos artículos acerca del vacío de la política, los privilegios del Congreso y el poder ilegítimo de los congresistas, la precarización de la vida y el trabajo en el Perú urbano. En la sección internacional abordamos el crecimiento de la ultraderecha en Europa y el tránsito paulatino de Francia al autoritarismo, las elecciones (si cabe el término) en Venezuela y en Estados Unidos; las relaciones Perú-China. En la sección cultural, publicamos un texto sobre el Archivo Nacional, el valor de la cultura para no olvidar; también sobre la importancia política del colectivo El Zorro de Abajo y de la autocrítica en los casos de Héctor Béjar y Alberto Gálvez, así como una sección de comentarios de libros. Este número es muy especial pues contamos con un texto sobre el fútbol peruano escrito por Abelardo Sánchez León, exdirector de Quehacer.
Agradecemos como siempre a nuestras colaboradoras y colaboradores, quienes han hecho posible este número y pedimos disculpas por la demora en la publicación de este número. Si bien llega un poco tarde, ahí estamos. Gracias por leernos.
Lima, Setiembre, 2024 Alberto Adrianzén M. Director