Legados noventeros

En abril se cumplieron treinta y cinco años de la irrupción del fujimorismo en el escenario electoral en primera vuelta. Desde entonces, el fujimorismo se ha convertido en una de las fuerzas políticas más importantes del país, con una influencia que no sólo se manifestó en la década de 1990, cuando ocupó Palacio de gobierno, sino que continúa vigente hasta hoy.
Es imposible comprender la historia peruana reciente —y la de los próximos años— sin considerar al fujimorismo. De ahí que sea desafiante establecer un legado único como consecuencia de las medidas que el fujimorismo implementó o dejó de implementar mientras estuvo en el poder, y en los años siguientes como fuerza parlamentaria y electoral. Esta dificultad no se explica necesariamente en que su huella sea difícil de rastrear en nuestra sociedad, sino porque el daño causado al país fue tan profundo, que reducirlo a uno, sólo puede tomarse como la simplificación de un tema que aún se sigue discutiendo.
Aún así, es posible señalar que el legado más distintivo y nocivo del fujimorismo fue —en mi opinión—, subvertir sistemáticamente las instituciones del Estado para que adquieran una naturaleza autoritaria bajo una fachada democrática. Esto no se dio sólo en el plano político sino también en el económico, al debilitar el Estado con el propósito de introducir un modelo radical y dogmático de libre mercado. El fujimorismo aprovechó la doble crisis de la hiperinflación y el terrorismo para reconfigurar el rol del Estado y de la sociedad, socavando las libertades democráticas con los mismos instrumentos diseñados para protegerlas. Se trató de un proyecto no sólo autoritario, que ejerció su mandato a través de la coerción y la creación de un enemigo interno, sino totalitario, al buscar influir directa o indirectamente en las diversas esferas de la vida social de los peruanos.
Como señalo en mi libro Los años de Fujimori (1990-2000) (IEP, 2024), hacia mediados de los noventa, el Perú era un país irreconocible: existían nuevas instituciones y una mayor conexión hacia el exterior, consecuencia de las reformas neoliberales, así como de cambios globales, entre ellos el mundo post Guerra Fría y la irrupción de la internet. Aún así, existían cambios que se iban incubando más lentamente, como la precariedad socioeconómica y un repliegue de los servicios públicos a nivel nacional. La improvisada y socialmente costosa estabilización del país dio lugar, a su vez, a una narrativa engañosa y clientelista que posicionaba a los fujimoristas como salvadores del país, un atributo que suelen invocar hasta hoy, y que no resiste ningún análisis serio.
En su intento por perpetuarse en el poder manipulando el marco democrático, el fujimorismo anticipó a nivel global los populismos radicales de estos últimos años. Esta aura mesiánica, mencionada líneas arriba, generó un núcleo duro de simpatizantes y oportunistas que vieron en el fujimorismo y la recreación de su estilo, una forma de llegar al poder y mantenerse en él. Con ello, el fujimorismo sentó las bases para que su modelo pudiese replicarse, aún sin la necesidad de que ellos lideren la iniciativa. Después de todo, desde el 2000, el fujimorismo ha sido un constante experimento de cómo retornar al poder y utilizar al Estado para financiar y canalizar su nuevo proyecto autoritario.
Si deseamos calibrar la profundidad del legado fujimorista, debemos aceptar que es más complejo y profundo de lo que sabemos hasta ahora. Durante los noventa, el fujimorismo introdujo una serie de reformas radicales que marcaron una ruptura en los patrones de la política, economía, cultura y sociedad en nuestro país. De hecho, ningún otro gobierno quebró nuestra trayectoria como nación del modo en que lo hizo el fujimorismo. Antes de eso, el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas había llevado a cabo una serie de transformaciones importantes en el país que fueron desmanteladas en una segunda fase y luego con las medidas neoliberales de los noventa. El APRA tuvo la intención de reinventar el país durante su primer gobierno, pero fue sobrepasada rápidamente por la inexperiencia de su líder Alan García, así como por la violencia y la hiperinflación.
Pensando en el país que necesitamos rescatar en los próximos años, una de las razones por las cuales el legado del fujimorismo es difícil de desmontar, es porque pudo realizar los cambios sin mayor oposición a lo largo de una década (y por más tiempo de no haber ocurrido el episodio del “vladivideo”). En aquel periodo, los operadores políticos, civiles y militares, contribuyeron a consolidar un partido y procedieron a ocupar los distintos ámbitos del Estado y de la sociedad civil con el simple propósito de obtener recursos económicos, garantizar impunidad y buscar la continuidad del régimen. Con parte de los recursos obtenidos por la venta de empresas estatales financiaron uno de los mecanismos de fake news más agresivos e inmorales del continente: la llamada prensa chicha y los noticieros televisivos.
La división fujimorismo-antifujimorismo va a seguir existiendo por un tiempo más, similar a otros clivajes que existen en países de la región. En el actual escenario global, donde operadores y actores políticos obtienen más provecho apoyando proyectos autoritarios y corruptos como el del actual gobierno, así como de partidos de derecha radical y ultraconservadora, la tarea de desmantelar al fujimorismo (y sus réplicas), así como recuperar las instituciones democráticas y el espacio público, será de mediano y largo aliento.