Lo que deberían mostrar las encuestas (y no muestran)

Las críticas hacia las encuestas han vuelto a arreciar a raíz de las últimas elecciones en Ecuador, donde varias empresas demoscópicas señalaban que Daniel Noboa ganaría en primera vuelta; otras, que Luisa González llegaría al balotaje varios puntos arriba del actual presidente. Finalmente, la elección terminaría oficialmente con una mínima distancia entre ambos. Situaciones como esta son usadas para sostener que los sondeos no son más un instrumento útil para conocer la realidad. Habría que calmar a los críticos, mostrando que también hay ejemplos recientes, a nivel mundial, donde las mediciones previas a las elecciones mostraron con claridad ganadores y perdedores, como es el caso del reciente proceso electoral alemán.
Si revisamos la historia peruana, hubo más aciertos que errores en el desempeño general de las encuestadoras —obviando la performance específica de algunas empresas—, especialmente cuando nos centramos en la comparación de los últimos días previos a los comicios y los resultados finales. Lo que se suele cuestionar es la diferencia entre quienes aparecen como favoritos al inicio de los procesos y quienes terminan ganando. Para quienes se niegan a aceptar que las intenciones de las y los electores se modifican a lo largo de una contienda, allí está la prueba de la manipulación. Pero más allá de las suspicacias, el problema de este debate es que se centra únicamente en la carrera de caballos, en el seguimiento de la intención de voto. Una pérdida de tiempo, lamentablemente alimentada por el matrimonio entre medios de comunicación y empresas demoscópicas. Es un problema distinto el que hay que resolver.
Por quién se va a votar es una variable de resultado, fuertemente impactada por la coyuntura. Cuanto menos arraigada está una decisión en los valores de las personas, en su ideología, más volubles pueden ser las intenciones de conducta. Esto no se dice lo suficiente: preguntar hoy por quién se votará para la presidencia el 2026 y centrar el análisis únicamente en esos resultados, es un gran error. Los problemas de las encuestas muchas veces resultan de la interpretación inadecuada de los resultados, segundo problema a atender.
La predicción del comportamiento de la ciudadanía, sea para votar por alguien, para comprar un producto o usar un servicio —estimación de la demanda, se llama en este caso—, es la parte más débil de las encuestas en tanto nuestra conducta está afectada por una serie de factores que van desde lo emocional hasta lo objetivo —por ejemplo, al gastar mis recursos en adquirir un bien tengo que posponer mis deseos de tener otro— y que tienen una compleja forma de ordenarse al interior de cada individuo. Si esto es cierto, queda claro que los rankings de intención de voto que se están publicando hoy, cuando la gente está pensando en la inseguridad en las calles o en el próximo concierto de su artista favorita (y las opciones en competencia siguen indefinidas) fuerzan una decisión sobre la cual se puede sacar pocas conclusiones certeras.
Si las encuestas son débiles para predecir el futuro, entonces ¿para qué nos sirven? Si no debemos mostrar resultados de preguntas sobre intención de voto sin subrayar que no son la manera más adecuada de medir escenarios, ¿qué se debería preguntar? Si entendemos la relación existente entre creencias, actitudes e intenciones de comportamientos, es fácil inferir que es necesario profundizar en estos tres niveles, no sólo en el último. Sin este mapa es difícil hacer un análisis cabal y llegar a entender hacia donde puede inclinarse la opinión pública. Queda claro así el tercer problema: qué preguntas son más adecuadas en un momento y cuáles en otro.
Las preguntas que hoy aparecen en los medios suelen estar enfocadas en lo coyuntural, centradas en medir la opinión, algo sumamente volátil; de allí su corta vigencia y la necesidad de contar con otra medición rápidamente. Existe déficit de información en torno a temas como la descentralización, la percepción ciudadana sobre las funciones que debe cumplir el Estado —qué se espera de él y cómo se evalúa si cumple o no sus funciones—, la forma como se vive la globalización, el cómo se vivió la pandemia, qué cambios se han producido en las y los peruanos tras la decepción de ser uno de los países más golpeados por ella, cuál es nuestra real actitud hacia la diversidad, o preguntas relacionadas con la discriminación, la tolerancia, la reacción ante la autoridad, ante las leyes, entre otras.
La falta de profundidad en los estudios tiene como consecuencia que no se hable actualmente de nuevas categorías desde las cuales entender al país post pandemia. Algunas instituciones han intentado mediciones más profundas, pero se han ido por la repetición de lo ya indagado, innovando muy poco en la búsqueda de nuevas categorías en las cuales segmentar a los ciudadanos.
Las encuestas deben contribuir a que conozcamos qué está pasando en nuestra sociedad, cuáles son los ejes que la movilizan, la magnitud de los movimientos o tendencias que se están produciendo. El déficit en este terreno es enorme, principalmente porque el origen de su diseño está en buscar incidencia y no en promover reflexión. Este es un problema difícil de solucionar.