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El Perú ante el Megapuerto de Chancay

El Perú ante el Megapuerto de Chancay
cadal.org

Cuando repasamos la historia del Perú surge la sensación de que el nuestro es un país al que las cosas le pasan, antes que uno que hace que las cosas pasen. Episodio tras episodio, nuestro pasado está marcado más por lo accidental que por lo deliberado, por la suerte más que por la voluntad, por lo improvisado más que por la planificación. Nuestra independencia fue fundamentalmente obra de libertadores foráneos, nuestras fronteras fueron definidas a la buena o la mala por otros países, nuestro auges y crisis fueron casi siempre consecuencia de factores externos. Es difícil esquivar la impresión de que Perú, a veces, resulta ser el invitado de su propia fiesta.

Esta impresión se mantiene en la dimensión económica de nuestra historia, marcada por bonanzas temporales con las que usualmente nuestro Estado y dirigentes poco tuvieron que ver. Y en los episodios de crisis sucede lo contrario: buena responsabilidad les cabe a quienes estaban a cargo, porque no estuvieron a la altura de las circunstancias, hicieron poco y deshicieron mucho. Si algo positivo pasa en la economía peruana, no es extraño qué esté más vinculado a la suerte y al imprevisto, que a iniciativas y políticas conducidas con coherencia y persistencia. Cuando el país se saca la lotería, como dijo algún olvidado ministro de Economía, es por factores que no prevemos, no controlamos y no aprovechamos debidamente: altos precios de los minerales, bajas tasas de interés internacionales, aceleración del crecimiento global. Coyunturas favorables que no se aprovecharon al máximo, que disfrutamos mientras duraron, sin asumir las reformas necesarias para extender el auge.

Esta reflexión viene a colación por el proyecto del megapuerto de Chancay, que ha capturado la atención nacional y sobre el que se ha construido la narrativa de un nuevo triunfo para la economía peruana, un suceso que nos pone en el mapa global y que será el gran catalizador de nuestro progreso para las próximas décadas.

Que el megapuerto tendrá impactos considerables sobre la economía es innegable. Que habrá beneficios considerables y surgirán oportunidades, no hay duda. Más allá de todo lo que se anuncia en términos de planes y políticas vinculadas al megapuerto, paradójicamente tenemos en Chancay, frente a nuestros ojos, un ejemplo claro de un Estado con visión de desarrollo, estrategias coherentes y políticas efectivas: China. Ello contrasta con nuestra realidad, la de un país y un Estado similares a un madero sobre las aguas, que va para donde las olas lo lleven.

Una breve historia

Entender lo que Chancay representa para Perú requiere repasar algo de su historia. A comienzos de la década pasada se propuso un puerto en la bahía de Chancay para transporte de minerales y productos a granel. Hasta el 2019 la iniciativa avanzó entre altibajos, más en trámites que en inversiones concretas, corriendo el riesgo de ser uno más de tantos proyectos que se quedan en eterna promesa.

A partir del 2019, con la entrada del socio chino, Chancay agarró vuelo y ambición, pasando de una escala nacional a convertirse en un megaproyecto con impacto intercontinental. El modesto proyecto peruano original, que apenas consideraba un simple muelle, se formuló con un total de 18 muelles. La inversión impulsada al inicio por empresarios nacionales, fue dramáticamente ampliada, superando los US $5 mil millones proyectados hasta el año 2030, una marejada de inversión que arribó desde China.

No está de más señalar que Chancay es otro ejemplo de cómo los gastados paradigmas neoliberales, como aquel que reza que el Estado nunca debe participar en actividades económicas, terminan encallando contra la realidad. Veamos.

Chancay tiene una naturaleza dual tan interesante como preocupante. Desde la perspectiva peruana, es un proyecto privado, manejado por un consorcio de socios peruanos y chinos, donde el Estado peruano queda limitado al rol de facilitador y regulador. Desde la perspectiva china, en cambio, es un proyecto estratégico, una inversión decidida y manejada por el Estado oriental y donde los peruanos vamos a remolque. El socio mayor del megapuerto, Cosco Shipping, es una empresa estatal china. Los socios peruanos son la parte junior, útil como representante e intérprete ante las autoridades locales y poco más.

Chancay es una pieza clave de la llamada “Ruta de la Seda”, la colosal iniciativa china de interconexión económica global y base de su estrategia para disputar a EE.UU. y Europa la hegemonía geopolítica y geoeconómica. La “Ruta de la Seda” se expresa así en diversos elementos, tales como infraestructura, financiamiento, inversiones, y, ciertamente, comercio, con el establecimiento de una vía privilegiada de transporte marítimo entre la cuenca del Pacifico y el resto del planeta. Ahí es donde entra Chancay.

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Xi Jinping durante la inauguración remota del Megapuerto de Chancay desde Palacio de Gobierno en Lima. Foto: presidenciaperu en Flickr.

Lo que es y lo que no será

Chancay está concebido como un punto de acopio y trasbordo para la carga marítima regional con destino intercontinental. Carga de países vecinos que antes iba directamente a China y al resto del Asía, llegará primero a Chancay, trasladándose a buques de gran calado para partir rumbo al otro lado del océano. Esa centralización del tráfico marítimo entre Asia y Sudamérica implica enormes ganancias en eficiencia y rapidez. Se calcula que gracias al megapuerto la navegación se podría reducir en una semana o más, con un enorme ahorro en costos de transporte. Ello debería traducirse en una mayor competitividad de nuestras mercaderías, por lo que la posibilidad de un renovado boom exportador está sin duda ahí.

Simultáneamente hay que reconocer lo que Chancay no es. Como un aeropuerto internacional donde el grueso de pasajeros simplemente cambia de avión y no ingresa al país, buena parte del tráfico de Chancay no tendrá mayor impacto sobre la economía peruana, salvo para las estadísticas. Las mercaderías de otros países entrarán y saldrán del megapuerto directamente a sus destinos, por lo que hay el riesgo de que Chancay opere como una economía de enclave y tránsito.

Por otro lado, debe reconocerse la espada de dos filos que representará el menor tiempo y costo para importar desde los países asiáticos. Los insumos que requieren algunas de nuestras industrias serán previsiblemente más baratos y puede esperarse que el público consumidor se beneficie con menores precios en los productos importados. Hasta aquí todo bien.

El problema es que al abaratarse tales productos asiáticos, con toda ventaja y abuso, competirán con nuestra zarandeada industria nacional. La historia reciente de Gamarra y otros centros de producción de confecciones y calzado, por ejemplo, está marcada por las prácticas desleales y depredatorias de los productos chinos, que disfrutan de ventajas y subsidios estatales, mientras los productores nacionales son dejados a su suerte por un Estado ausente, al punto que muchos han optado por cerrar y dedicarse a importar.

Lo cierto es que al presente no existe un análisis balanceado y objetivo de las ganancias y costos que Chancay traerá al país. Fuera de algunas estimaciones de crecimiento de la economía a nivel macro, tan gaseosas como optimistas, no hay mucho más en términos de evaluación del impacto del megapuerto en sus distintas dimensiones —económica, social y ambiental—, lo que es indispensable para planificar como optimizar los beneficios y minimizar o compensar los perjuicios.

¿Somos lo que fuimos y seremos?

Lo que Chancay implica en términos de nuestra soberanía, posicionamiento geopolítico, dependencia económica y sendero de desarrollo está por verse, pero alarma la despreocupación, cuando no ignorancia, con la que quienes nos gobiernan encaran el asunto. El entusiasmo para treparse al buque de los logros ajenos, no se condice con el descuido frente a temas cruciales que urge abordar. El megapuerto puede terminar siendo un componente más de un proceso de subordinación económica, donde terminamos encasillados en los circuitos productivos y comerciales globales con un rol básicamente subsidiario: país proveedor de materias primas baratas, escala de tránsito y consumidor de los productos de otros.

Hay que señalar que, sea por propósito deliberado o porque al Perú las cosas le pasan, —como nuestra ubicación geográfica—, nos hemos convertido en pieza del rompecabezas estratégico global que China lleva buen tiempo armando, lo que tiene implicancias para las que deberíamos prepararnos. Con Chancay hemos terminado alineados con uno de los bandos que se disputan la supremacía global. Nos hemos convertido en un peón en el juego de ajedrez de las grandes potencias, y ya se sabe que los peones son a los primeros que se los almuerzan.

Es innegable que el escalamiento de la disputa por el dominio comercial y por el control de materias primas entre EE.UU. y China —que podría desembocar en conflicto abierto— nos plantea desafíos y dilemas. En un contexto de quiebre del orden internacional y retroceso de la globalización, donde los sueños de un mundo sin fronteras se esfuman, ¿qué capacidad de respuesta, qué nivel de resiliencia, qué planes de contingencia tiene el Perú?

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Maniobras durante la inauguración del Puerto de Chancay en noviembre de 2024. Foto: presidenciaperu en Flickr.

Con el gobierno de Trump, Estados Unidos ha retomado abiertamente la política del big stick, que en realidad nunca abandonó. Boicots, sanciones y amenazas son las cartas con las que ahora se manejan las relaciones internacionales. Si sales de la línea, pagas el precio. Hoy que vuelven a ser descaradamente visibles las prácticas más agresivas y desbocadas del imperialismo, ¿qué pasará si de pronto EE.UU. castiga con un alza de tarifas a nuestras exportaciones? Trump ya ha amenazado con gravar al cobre de China que compite con el cobre estadounidense. Considerando que el sector cuprífero nacional está dominado por empresas chinas, como Chinalco y Las Bambas, ¿qué haremos si de rebote nos caen sanciones?.

A la vez, a nivel internacional hay múltiples testimonios de cómo China pone en práctica mecanismos de presión y coacción cuando un país en su esfera se pone chúcaro. En esta relación con China, ¿qué tanto estamos hipotecando nuestra autonomía y libertad de acción actual y futura?, ¿cómo enfrentar la enorme influencia económica y política de ese país, que no es ni democracia ni economía abierta? Paranoias aparte, éstas son las cuestiones que en un Estado bien estructurado y organizado deberían preocupar a los tomadores de decisiones, los diseñadores de políticas y los planificadores del desarrollo.

Las implicancias

La penetración china en nuestra economía no se detendrá en Chancay. Otros proyectos de gran dimensión, productivos y de comunicación, avanzan inevitablemente. Carreteras y ferrocarriles de penetración, hidrovías en la Amazonía y la interconexión con el Brasil transformarán radicalmente el país en los próximos años. En ese escenario económico, hay serias dudas de que el Estado peruano y quienes lo controlan, tengan la capacidad y la voluntad para cumplir con sus obligaciones de cautelar y promover el interés nacional.

Sobre los impactos sociales y ambientales directos del puerto de Chancay existen desde hace buen tiempo numerosas y preocupantes alertas y denuncias, generalmente minimizadas o ignoradas por un Estado a remolque de las demandas de un proyecto manejado desde China.

Chancay debería ser la ocasión para que el Estado peruano se ponga los pantalones largos y se plantee un proceso de desarrollo soberano. Pero hoy eso es más una esperanza que otra cosa. Difícil que nuestra clase política, cuya visión estratégica no va más allá del próximo noticiero, pueda elevarse por encima de la mediocridad. ¿Terminaremos convertidos en meros huéspedes de nuestro propio país?, ¿nos limitaremos a ser agradecidos con lo que buenamente nos toque de Chancay y otros megaproyectos que se vienen?

¿(Im)preparados?

En lo que sucede en Chancay se evidencia la peruanísima costumbre de ver únicamente lo que conviene, mientras se ignora todo lo que pueda aguar la fiesta. Así, del megapuerto se festejan los beneficios y oportunidades, mientras la información sobre riesgos y problemas es barrida bajo la alfombra. El desplome del puente Chancay es apenas un aviso de la imprevisión, el descuido y la incompetencia, vigentes en Chancay y en todas partes del país.

Si bien desde el megapuerto se irradiará beneficios para el Perú, desde puestos de trabajo, demanda por bienes y servicios, hasta inversiones complementarias, creer que por ello se convertirá automáticamente en catalizador para la transformación productiva, es algo demasiado optimista. Para ello se requieren políticas nacionales integrales y coherentes en cuanto a promoción de inversiones, diversificación productiva, desarrollo de capacidades, generación de valor agregado, ampliación y modernización de infraestructura, entre otras.

Como en tantos otros aspectos, el Estado peruano y quienes lo controlan, llegan tarde, mal y nunca, con más lemas y promesas que ideas o hechos concretos: Zona Económica Especial, Parque Industrial, Ciudad Bicentenario, Ciudad de los Emprendedores, etcétera. Se multiplican etiquetas y anuncios hasta ahora vacíos de contenido.

En tanto no definamos y acordemos una visión común de desarrollo, seguiremos siendo un país con una economía pequeña y dependiente, de naturaleza primario exportadora, basada en un extractivismo depredador. La construcción de tal visión es una tarea que ni China ni nadie más hará por nosotros. Mientras no asumamos esa responsabilidad, continuaremos como un madero flotando en las aguas del megapuerto de Chancay, sin una ruta propia.

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