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Cultura

Recuperar la muerte

Adelanto de un ensayo de próxima publicación

Recuperar la muerte
'Muy próximo a mí, cayó al suelo', ilustración de Edilberto Jiménez (detalle) | berlin.de

La Muerte de rodillas mana su sangre blanca que no es sangre.

    César Vallejo, Trilce, XLI

Hubo un momento en que, por su presencia masiva, la muerte tuvo una oportunidad. La muerte tiene medio siglo o más de estar dormida, convertida en un desvanecerse, ya sea por la vía del procedimiento o de la intrascendencia. Morir socialmente dejó de ser el drama que al mismo tiempo que cerraba un recorrido vital, lo dotaba de significado: sólo muere aquello que estuvo vivo, sólo estuvo vivo aquello que fue más que simple existencia.

La pandemia como radiografía del capital

Durante la primera ola de la pandemia de COVID-19, la reflexión llevó casi intuitivamente a relacionar la enfermedad, la desigualdad y la muerte masiva, con el capitalismo. El vivir, sobrevivir o morir durante la pandemia se explicaba en gran parte por el modo de producir y reproducir mercancías y las formas de organizar el trabajo.

La economía global fue afectada por las cuarentenas y las limitaciones en el comercio, agostando la riqueza, llevando a una redistribución de inversiones y excedentes orientada a lo concebido como imprescindible: las empresas, los mercados, las finanzas, la seguridad, las vacunas (no la salud). Por el contrario, cualquier inversión social fue conceptualizada como prescindible, como derroche. Los estados no pudieron actuar como estructuras imparciales, garantes de lo que quedaba por fuera de esta exigencia del capital: la sociedad, lo cultural, lo humano.

El resultado fue una apenas soterrada eugenesia. Si lo humano no era defendido ni por los Estados ni por la democracia, la gente pasaba a ser cuerpo, y el cuerpo, materia. Y como esto era difícil de aceptar, al menos para los que hacían de la reflexión su medio de vida, los discursos hegemónicos sobre el mercado como único fundamento del intercambio social perdió por un momento su casi mágica consistencia.

Esta suspensión momentánea del sentido común sobre el capitalismo dio pie a preguntas sugerentes. ¿La crisis empujaría a procesos progresistas o conservadores? ¿Los regímenes de excepción generarían respuestas liberadoras o afianzarían refugios autoritarios? ¿Sería el fin del modelo neoliberal o se recompondría? ¿Las redes locales cobrarían valor frente a un lejano poder macroeconómico? ¿Tendría una oportunidad una nueva versión del socialismo? ¿La democracia jugaría algún rol frente al desplome de la convivencia? ¿La globalización podría haber llegado a su límite? Por lo menos al inicio y sobre todo desde Europa y Estados Unidos, se pensó sobre el capitalismo y su devenir.

El llamado Sur pasó por algo parecido, aunque con otro ritmo, espaciadas de otro modo las olas de la pandemia. Sin los rescoldos de los Estados de bienestar que quedaban en Europa, los países latinoamericanos vivieron la crisis como una exasperación de sus males: miseria, desplazamiento, precariedad y corrupción, que parecían llegar a su cúlmine en el caos pandémico, pese a que la mayoría de estos países habían sido fieles ejecutantes de las reglas ortodoxas del FMI. La decepción ante el fracaso de estas promesas, también suspendió por un instante el sentido común del modelo neoliberal.

Con el paso de los meses, con la sensación de que la crisis no generaría un colapso, y que tarde o temprano, se recobraría una normalidad bastante próxima a la anterior al 2020, las discusiones perdieron esa profundidad y se hicieron más parciales, más técnicas. ¿Las restricciones o ajustes, serán factibles? ¿Será oportuna tal o cual asignación de fondos? ¿Se justificará tal gasto, tendrá un retorno razonable? ¿Serán financiables las medidas de socorro a las familias? ¿Estamos en un escenario de rescate financiero de las empresas? ¿Amerita romper el rigor del manejo de la economía, por cuánto tiempo y a qué costo en el crecimiento? ¿Se contará con el aparato estatal para ejecutar estas medidas de socorro? Las preguntas que hacían cuestión sobre el propio capitalismo perdieron centralidad.

Pero se filtró la luz

En un hospital pobre del Sur, o en una casa de reposo del Norte, seres humanos normales, permitieron o toleraron o no pudieron evitar que las élites de sus países o las élites de la tecnocracia mundial, tomaran decisiones sobre el riesgo de vivir o morir de millones de personas, sin que eso se viviera como un menoscabo de su libertad.

No se trató de la falsa paradoja entre cuarentena o economía. No debería sorprender que, ante una enfermedad de alto contagio y letalidad, con poca información sobre su etiología y transmisión, las autoridades recurrieran a medidas de arraigo y distancia excepcionales, que, además, llegaron avaladas por los expertos.

Lo significativo fue que las medidas se tomaron como si se tratara sólo de problemáticas a nivel de procedimiento. Una crisis mundial tan grave fue discutida en los altos niveles de decisión nacional e internacional con las formas y el lenguaje en que se atiende la pertinencia de un ajuste económico, la devaluación de la moneda o la reducción de cargas impositivas.

Decisiones que parecían contener discusiones éticas inevitables, se redujeron en muchos lugares a una evaluación pseudotécnica y a un pulseo entre actores económicos y políticos bastante corriente. Levantar las cuarentenas, el paso a fases de apertura de actividades económicas, no generó ni la participación, ni el reclamo que se supondría proporcional de parte de los que morirían o enfermarían como consecuencia de la ejecución de estas acciones. El valor de la vida —su carácter de esencial o descartable, los cálculos sobre los sujetos válidos y los que por edad u otras desventajas aparecían como costos asumibles— no se convirtió en un problema central.

Poner énfasis en el procedimiento implicó desplazar la mirada respecto del fondo, esto es, del asunto a “gestionar”. Si una cuarentena es financiable con igual eficacia por un país como Francia u otro como Argentina, es un asunto interesante, pero en el fondo, simple. Usando y mostrando como propaganda los diversos indicadores estadísticos para medir el contagio y su letalidad, concentrando a la opinión pública en estos marcadores, se evitó hablar de la gente y sus vidas, como cuerpos que serían sacrificados o impactados por las decisiones tomadas a lo largo de los meses para enfrentar la pandemia. Esto, que fue doloroso de vivir, nos dejó una constatación: no estábamos frente a fallas o limitaciones transitorias, sino a la revelación de la naturaleza del capitalismo actual, que se expuso honestamente como un poder antihumano.

Para el capital la vida entera es superflua. Las nociones tradicionales para explicar la estructura y el cambio histórico se basan en la oposición: la división por clases sociales, las jerarquías, los estratos, las castas. De estas se derivan hipótesis que a su vez quieren entender los sistemas y las instituciones: la explotación, la exclusión, la expulsión, el sufrimiento social, la victimización o el descarte. Aunque útiles, pasan por alto algo previo: para el capitalismo actual, morir y vivir carece de trascendencia, los sujetos son existencias vaporosas, y, por lo tanto, la dominación central no pasa por la oposición, sino por la disolución de lo significativo.

La vida sin contenido, la muerte sin significado

La muerte es parte fundamental de la cultura, y hace mucho sabemos que está muy lejos de ser un complemento de la muerte biológica. El ser humano necesita completarse en la muerte y antes en la agonía y después en el luto: esto es, debe morir en los demás para morir plenamente. Sin este proceso que es una sobreescritura, morir es sólo un dejar de decir. Una ausencia. Y esto es todo lo contrario a la muerte colectiva: el muerto no es un vacío, es una presencia, un sujeto o una entidad si se quiere, importante para los afectos, la subjetividad, la tradición y la pervivencia de las identidades, una cifra en la que el tiempo puede mirarse sin caer en la tristeza de la soledad.

Un muerto no puede ser la ausencia, pues lo no habido, lo que nunca fue, es lo ausente plenamente. Lo que nunca fue no ocupa lugar en las relaciones colectivas y no puede ser imaginado. Lo nunca dicho no es igual a lo que ha dejado de ser dicho. La palabra imposible no es lo mismo que la palabra marchita o perdida. Una vida incluye su cierre, para acabar de ser expresada y pasar a ser patrimonio de un grupo.

Y, sin embargo, la muerte cálida se fue degradando. Está claro que nadie ha dejado de morir. Dejando de lado las muertes naturales, entre el siglo XX e inicios del XXI murieron de manera violenta más de 200 millones de personas. Pero más que morir, cargados de historia y sentido, ahora nos disipamos.

El tipo de capitalismo que vivimos hoy, como un vampiro, vacía de contenido a los sujetos y sus comunidades de sentido, y desea gobernar solamente cuerpos sin atributos. O con el único atributo de permanecer un tiempo mínimo como generador de valor para luego diluirse sin mayor drama. Cuerpos que están en el mundo sólo para dejar de ser sin generar conflictos, y en el camino, pacíficamente, generar lucro.

Los sujetos vivimos desde hace décadas un tipo de agonía regular y sosa, cuya percepción de existencia o cuya rebeldía no se activa ni ante la muerte de millones de personas o ante la observación casi directa de un genocidio. El capitalismo ha logrado desactivar la indignación al desaparecer la dignidad. Por ello, la muerte violenta o injusta, se experimenta sólo como disolución.

La experiencia de la vida ha sido despojada de sentido por un capitalismo que aspira a ser vivido como una naturaleza y a administrar las relaciones sociales de un modo casi biológico. La dominación pasa por la coerción, pero en este momento, se define sobre todo por la disolución del sujeto, apelando a la soledad, la impotencia, la incertidumbre, y el despojo de las propiedades que lo hacían una persona y no sólo un cuerpo. La dominación pone énfasis no en el instrumento, el método (como podría ser, la fuerza), sino en la eliminación de la tensión. Sin sujeto o con un sujeto agónico, dominar es más dejar hacer y dejar pasar. La muerte, por lo tanto, deja de ser simbólicamente relevante.

Los muertos son tan recientes, que se siguen muriendo. Peor aún. Los muertos no son interpretados como muertos. Han sido despojados de su derecho a importar, a doler, a pesar como carencias. No pueden ser narrados con un pasado entendible, por lo que no pueden convertirse en historia. Son sólo imagen congelada, recurso pedagógico o publicitario. ¿Cómo ha podido el capitalismo eliminar así el sentido de la muerte? Lo ha podido hacer porque antes, los muertos ya estaban muertos.

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