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Libros

Suspendido el tiempo del duelo y de la justicia

Sobre “Uchuraccay y nosotros. La ausencia de mi hermano Jorge y de la nación”, de Julio Mendivil.

Suspendido el tiempo del duelo y de la justicia
Foto: Punto Cardinal editores en Facebook.

El libro figura entre los últimos que ha publicado el Lugar de la Memoria bajo la dirección de Manuel Burga, en una coedición impulsada por Punto Cardinal Editores. Apareció pocos meses antes de que familiares y asociaciones conmemoraran el 42 aniversario de la masacre de Uchuraccay en el Mausoleo dedicado a su memoria en el cementerio El Ángel. Corre pareja a la corriente de dolor que atraviesa el libro la constatación de lo vano e infructuoso que ha sido el empeño de los familiares por alcanzar justicia.

Julio Mendivil, el autor, asistió a las sesiones del juicio en Ayacucho acompañando a su madre, quien representó a la parte civil en el proceso. Años después, ya en el exilio, su madre lo mantenía informado de cada acto celebrado y de toda publicación aparecida, en gesto que él interpretará como el deseo de que fijara por escrito la historia. Y es que mientras no se fije por escrito, cuando el único soporte es la narración oral, la memoria, incluidas las visiones y los sueños, vaga modificándose. El autor que recibe el testigo se engarza en la cultura de la memoria, en la estela de sus maestros Primo Levi y Jean Améry.

El libro encierra cinco ensayos entre una explicación sobre su escritura y un texto de 1999 como Apéndice. Los motivos que llevaron al autor a escribir entonces, en fina clave irónica, y los que lo llevan a escribir este libro, reconocido como víctima, se vinculan con haber cobrado familiaridad con una corriente feminista y una visión crítica de la masculinidad en la que había crecido.

Tras unas reflexiones iniciales que incluyen el “vivir entre mundos”, los resentimientos patrios y la desconfianza, el autor esboza una historia de la masacre y al hacerlo desgrana el cúmulo de contradicciones que arrojó cada una de las verdades propuestas por las distintas narrativas de la tragedia, incluido el informe de la Comisión Vargas Llosa. Hace referencia en seguida a los textos posteriores de Ponciano del Pino 1 y los hermanos Víctor y Jaime Tipe Sánchez 2 y al Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación.

El ensayo central versa sobre la madre, rotunda cuando declara “la muerte de mi hijo me abrió los ojos del todo” o cuando afirma “Uchuraccay me quitó un hijo, pero me trajo muchos”, refiriéndose a todos aquellos cuya defensa no titubeó en enarbolar. En ningún momento encarna, inmóvil, el topos de la pietà. Más bien emprende la lucha por la justicia con indesmayable espíritu guerrero, de la misma forma en la que domesticó antes a la muerte venciendo repetidamente la enfermedad. Si el padre le dice “Te van a matar”, ella responde “Que me maten”.

El autor se sorprende de que la madre establezca una jerarquía del dolor y que así se lo señale a las viudas de los periodistas: “Una viuda puede volver a casarse, pero a mí nadie me devuelve a mi hijo”. Suscita mayor compasión Raquel inconsolable que Andrómaca, que lamenta la pérdida de Héctor. Sobre la jerarquía se pronuncia en la tragedia griega Antígona, muerto su hermano Polinices.

En el cuarto ensayo aparece el padre, tras vencer el autor su decisión inicial de suprimir a la figura que se había mostrado incapaz de instaurar la Ley, en el sentido de la visión lacaniana. Al abordar la discusión sobre el padre, excluido del nosotros familiar, el autor, familiarizado con la literatura de posconflicto, se detiene en la aspereza. Hay ejemplos dolorosos en el itinerario de la relación pero nada supera la violencia demoledora con la que le espeta al autor, hijo supérstite: “¿Por qué no te mataron a ti y no a mi hijo?” Hay al final muda reconciliación.

La “familia próspera y exitosa” del autor en Lima se talló un espacio entre el entorno popular de la madre y la alcurnia de los que antecedieron al padre, ahijado de Sánchez Cerro. Atribuye el autor a ese crecer “entre mundos”, entre clases, a ese sentirse fuera de sitio en su propia patria, la habilidad que le permite ser un peruano en Alemania y Austria, que no se siente en casa en su ciudad natal y que desata la ira de compatriotas cuando yuxtapone casa y Viena.

Síntoma clásico del duelo es la voluntad de ocupar el lugar de quien ha partido. Por el vínculo con el hermano que había acercado al autor a lo literario, a la izquierda, a Mariátegui y a la canción, verse como el doble del joven difunto se acentúa al saberlo envuelto, como verá años más tarde en fotografías, en sus prendas, la chompa incaica y la chaqueta entregadas la víspera de la partida. Síntomas ulteriores son las visiones y los sueños. El hermano que ya no es más queda incorporado en calidad de pertinaz ausencia que acecha, como plantean Derrida y Mark Fisher.

Ocurrirá más tarde que detengan por una falsa acusación al autor en el puesto fronterizo de Santa Rosa, en Tacna, en 1999. En el nombre reverbera otro que en enero de 1983 marcó el límite de la vida para su hermano Jorge: el del Hostal Santa Rosa, en Ayacucho.

En el quinto y último ensayo, una reflexión sobre el dolor que es secuela de la violencia política, se analizan los conceptos de víctima y testigo. “Llegas con tres heridas”, dice el autor con Miguel Hernández y Serrat. Nadie ve las heridas de guerra sin restañar.

En el ámbito de la literatura de posconflicto, le preceden los textos de Lurgio Gavilán, José Carlos Agüero, Renato Cisneros o Rafael Salgado Olivera. 3 El autor subraya su gravitación en favor del “diálogo entre quienes nos sentimos enfrentados por la guerra y sus secuelas”. Asimismo, se estudia el concepto de guerra justa propuesto por Reinold Schmücker y se aborda la guerra senderista y la lógica de la guerra adoptada, insistiendo en la necesidad de exigir responsabilidades.

Se engarzan con la figura del condenado, que estudia Juan Ansión, las de los aparecidos y los desaparecidos, que “suelen presentarse en sueños a sus seres queridos, pidiéndoles que no dejen de buscarlos”. El autor, que no vio el cadáver de su hermano, se duele con las personas que “posan frente a una cámara con las fotos carné de los parientes”, suspendido el tiempo del duelo y el de la justicia.

Es también juntura de lo íntimo y el mundo que el autor nos abra su archivo personal para dar a conocer, primero, las fotos del hermano y la madre jóvenes, y luego, las fotografías familiares clásicas de cumpleaños infantil, de 1968, el retrato formal de familia, de 1976, y la imagen de la pareja de baile que forman los padres, de 2012. Y es que esas no son las fotos de una familia ante el trastocamiento de la tragedia, sino las de una cuyas huellas son estos gestos rituales de celebración. El joven que aparece en las fotos familiares se detendrá, sin embargo, en el tiempo, “joven soledoso, permanente y puro”, mientras que todos los demás envejezcan. En las fotografías del cierre del volumen, que coinciden con el año de la visita del autor a Uchuraccay en 2022, no hay personajes, solamente instancias de escultura monumental, epigrafía y silencio: las imágenes son de desolación no vencida. No es este un libro que pueda dejarse de leer.


“Uchuraccay y nosotros. La ausencia de mi hermano Jorge y de la nación”, de Julio Mendivil. Lugar de la Memoria y Punto Cardinal, 2024.

Footnotes

  1. Del Pino, P. En Nombre del Gobierno, El Perú y Uchuraccay: Un Siglo de Política Campesina, publicado en 2017 por La Siniestra ensayos y la Universidad Nacional de Juliaca.

  2. Tipe, J. y Tipe, V. Uchuraccay. el Pueblo Donde Morían los que Llegaban a Pie, publicado en 2015 por G7 editores.

  3. Nos referimos a Memorias de un soldado desconocido. Autobiografía y antropología de la violencia (IEP, 2013) y Carta al teniente Shogun (Debate, 2019) de Lurgio Gavilán; Los rendidos (IEP, 2015) y Persona (FCE, 2017) de José Carlos Agüero; La distancia que nos separa (Planeta, 2015) de Renato Cisneros y “De silencios y otros ruidos” (Punto Cardinal, 2022), de Rafael Salgado.

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